I – De capa y espada
En Europa, lo llamábamos novela de capa y espada, fundamentalmente por influencia francesa –roman de cape et d´épée-, aunque, a su vez, los franceses tomaran la denominación prestada de la comedia teatral española de capa y espada del Siglo de Oro, ejemplificada por Lope y Calderón. Los anglosajones inventaron el término swahsbuckling, de oscuro origen etimológico, pero que sirve también para designar lo mismo: las hazañas de duelistas, piratas, soldados y demás hombres de espada del siglo XVI al XVIII, cuando progresivamente las armas de fuego acabaron desterrando el noble –y sangriento- ejercicio del cruce de aceros. A la postre, ambas denominaciones, partiendo de la realidad contemporánea de su tiempo, terminaron por convertirse en etiquetas de un mismo género de ficción, tanto literaria como cinematográfica, característico en verdad de casi todas las manifestaciones de la cultura popular en las que queramos o podamos pensar: cómic, videojuegos, series de televisión…
Un género, como hemos visto, situado en coordenadas históricas concretas, pero definido tanto o más que por ello por su concentración en las aventuras, peripecias y enredos folletinescos, repuntadas y coronadas por una interminable sucesión de duelos, batallas y lances protagonizados por la esgrima y la maestría en el uso de las armas blancas, donde la acción y el suspense se combinan a partes desiguales –siempre a su favor- con episodios y personajes de carácter histórico, entreverando la realidad con la ficción, pero predominando siempre el espíritu aventurero y el melodrama por encima de cualquier otra pretensión. De ahí que, aunque hoy día este estilo se cultive con tanta o más frecuencia que antes, muy pocas veces sus autores y lectores, en el enrarecido ambiente editorial (más que literario) y cultural actual, utilicen el término “capa y espada” para referirse a las obras del género, ya que parece sonar quizás demasiado popular y trasnochado, incluso pasado de moda -demasiado viejo Hollywood-, prefiriendo siempre todos el disfraz de “novela histórica”, más prestigiado y prestigioso, sin percatarse a menudo de que ambos conceptos no solo no son excluyentes, sino todo lo contrario. Por otra parte, esta hipócrita confusión –que afecta igualmente a otras variedades de la literatura de género popular, como el western o el policial, que ahora es siempre Novela Negra, así, con mayúsculas- rara vez puede engañar a nadie que no quiera dejarse engañar, y hay que quitarse el sombrero, de ala ancha, por supuesto, ante la honestidad de un Arturo Pérez-Reverte cuando reconoce abiertamente el parentesco de su Capitán Alatriste con la estirpe de D´Artagnan.
No nos hagamos los tontos: todos sabemos lo que es la novela de capa y espada. Los Tres Mosqueteros y sus continuaciones de Alexandre Dumas, El Jorobado de Paul Féval, la saga de La Pimpinela Escarlata, creada por la Baronesa D’Orczy, la de los Pardaillan de Michel Zévaco, las aventuras de El Zorro de Johnston McCulley –en determinados ejemplos la secuencia temporal puede ampliarse hasta mediados del siglo XIX o a escenarios irreales, como la Ruritania de Anthony Hope-… Novelas y series publicadas todas por entregas en periódicos y revistas, primero en forma de folletín y, ya entrado el siglo XX, a través del formato del pulp magazine anglosajón o sus equivalentes en el resto del mundo. Es un universo del que participan también ocasionalmente otros escritores y obras de aventuras históricas que, gracias sobre todo al poder alquímico del cine, han acabado por amalgamarse en una misma materia mítica, traducida a menudo por Hollywood en términos de swashbuckling: Walter Scott, con sus novelas medievales y escocesas; Robert Louis Stevenson y sus aventureros; las retorcidas intrigas de Ponson du Terrail; los heroicos piratas malayos de Salgari; los bandidos generosos al estilo Robin Hood o Dick Turpin… Los géneros populares se mezclan en desinhibido mestizaje, cohabitan sin respeto alguno por críticos o académicos y desafían en su coyunda las taxonomías al uso: lo criminal y gótico, el romance y el melodrama, incluso a veces lo sobrenatural, se funden y confunden con hechos históricos, conspiraciones políticas, intrigas, guerras y episodios nacionales en un loco desfile de mosqueteros, piratas, aristócratas, villanos, justicieros, monarcas, heroínas virginales y mujeres fatales. Pero una cosa, fundamental y fundacional, es siempre necesaria para que hablemos con propiedad de capa y espada: lo que su propio nombre indica. Puede que sin capas funcione, pero sin espadas… Y no simplemente espadas, no. Sino espadas con personalidad. Espadas que son arte y parte principal de las historias, como lo son también la ética del duelo, los códigos de honor y los rituales que conlleva el portarlas y, más aún, el desenfundarlas y cruzarlas, en una época en que son señal inequívoca, pertinentemente legislada, de pertenencia a la aristocracia, a las clases nobles y guerreras, únicas con derecho a ello.
La novela de capa y espada se define así, pues, por el protagonismo de esta afilada arma, por las habilidades marciales de quienes la usan y por el detalle que dedican escritores -o cineastas en su caso- a mostrarnos escenas de duelos y combates, e incluso de entrenamiento, acompañadas por términos especializados, consideraciones históricas y hasta morales sobre el tema, con especial hincapié a menudo en técnicas, fintas y movimientos secretos, casi esotéricos, con los que uno o varios de los personajes son capaces de superar y vencer a enemigos generalmente muy superiores en número. D’Artagnan y sus compadres, el habilidoso Henri de Lagardere, El Zorro con su firma sangrienta… todos ellos, como tantos otros de sus pares novelescos, poseen estocadas ocultas, un entrenamiento férreo y una destreza casi sobrenatural, que van unidos siempre, en el caso de los héroes y a veces incluso de los villanos, a un profundo sentido del deber y, sobre todo, del Honor, con mayúscula.
Pues bien, todas estas características, que definen estrictamente la ficción de capa y espada, tanto en cuanto a escenario histórico como en cuanto a elementos formales, éticos y estilísticos e incluso de producción comercial, están presentes no solo en las obras de los grandes clásicos occidentales del género, sino también en las de un número asombrosamente nutrido de escritores japoneses que, al igual que en Europa, contribuyeron desde finales del siglo XVIII hasta bien entrado el XX, a crear una literatura popular de aventuras históricas, publicada por entregas, de estructura episódica y tratamiento folletinesco, fundamentada en los duelos, lances y combates a espada, y en la ética y filosofía de las artes marciales. Solo que, allí, en el País del Sol Naciente, lo llaman de otra manera…
Estamos mucho más acostumbrados a pensar en términos cinematográficos que literarios cuando vemos u oímos el eufónico término chambara –derivado como es bien sabido de la representación onomatopéyica del sonido del acero de las catanas al chocar entre sí: ¡chan chan! ¡bara bara!… O eso, al menos, dicen los que saben-, recordando especialmente la larga serie de sangrientas y emotivas películas de samuráis producidas en Japón entre los años 50 y 70, con innegables afinidades con el western e incluso más aún con el spaghetti western, con el cine chino de artes marciales y el wu xia de Hong Kong y Taiwán. Pero, en realidad, exactamente como ocurre a menudo al referirnos al western o el cine de aventuras occidental, el chambara tiene un origen claramente literario, que precede sus truculentas hazañas en la pantalla desde mucho tiempo atrás y se solapa con ellas finalmente, como en Hollywood, generándose a menudo un efecto simbiótico de inextricables influencias mutuas.
A veces, al analizar comparativamente géneros y formatos populares de culturas tan alejadas geográfica e incluso psicológicamente entre sí como la occidental y la japonesa, se lleva uno la sorpresa de que –sin olvidar sus muchas diferencias- aparecen numerosas concomitancias, parecidos razonables y desarrollos paralelos, que parecen querer indicarnos una fundamental unidad de la experiencia humana. No es este el lugar para iniciar una indagación sociocultural, que quizá nos llevara mucho más lejos de lo que esperamos, pero no podemos tampoco dejar de notar cómo, pese a estar aislados por océanos de agua, idioma, cultura e historia, Europa y Japón alumbraron la ficción de capa y espada y el chambara casi al mismo tiempo, construyéndolos no solo en torno a situaciones genéricas y personajes arquetípicos muy similares, sino también a través de un modelo de producción y comercialización semejante: el folletín por entregas. Sin duda, se puede aducir que desde el comienzo de la Era Meiji (1868-1912) la penetración de la influencia occidental se convirtió en algo no solo posible sino deseable y perseguido con empeño por los propios japoneses, que recibieron esta con los brazos abiertos… Pero estamos hablando ahora de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando a partir de otras expresiones artísticas y literarias como el teatro de marionetas (bunraku), el kabuki, la tradición de los recitadores orales (kodan) o los rollos pintados con historias para niños y mujeres (kusazoshi), surge también una literatura novelesca (genéricamente denominada gesaku), publicada en forma de cuadernillos serializados de duración casi infinita, dirigida a un público lector de tipo medio y popular, compuesto por comerciantes, artesanos y propietarios, distinguiéndose de inmediato de aquellas obras literarias anteriores, escritas para ser leídas o recitadas por un exclusivo público de aristócratas, nobles y sacerdotes educados en la corte.
Entre 1802 y 1822, Shigeta Sadazaku, con el seudónimo de Jippensha Ikku, publica las doce partes de su Viaje por el Tokaido (Tokaidochu Hizakurige), ejemplo de novela picaresca y de viajes; de 1814 a 1842 aparecen los 106 volúmenes de La leyenda de los Ocho Guerreros Perro (Nanso Satomi Hakkenden), de Kyokutei Bakin, aclamado como el Walter Scott nipón, y precedente directo del chambara; entre 1832 y 1833, Tamenaga Shunsui, más recordado por su inacabada Iroha Bunko, dedicada a glosar las vidas y aventuras de los 47 ronin de Ako, publica a su vez Shunshoku Umegoyomi, popular clásico del género romántico conocido como ninjobon. Antes aún, Santo Kyoden, maestro de Bakin, había conquistado ya a los lectores, en 1805, con su popular Inadzuma Hioshi, que incluye “…varios asesinatos y homicidios, descritos con enorme vigor y abundancia de detalles truculentos, un hara-kiri y otros suicidios, robos, mujeres vendidas por sus parientes, combates terroríficos, fugas en el último minuto, personajes que agonizan con largas parrafadas, torturas, extraños encuentros y reencuentros sorprendentes”. En definitiva, para comienzos del siglo XIX, bajo el férreo control del sogunato Tokugawa como bien sabían estos pioneros de la literatura popular, muchos de ellos acosados constantemente por la censura, existía ya en Japón todo el amplio espectro de la novela de género, con temas y personajes afines a los que se escribían y publicaban al tiempo en Occidente, editándose preferentemente, al igual que aquellos, en formato de largos folletines por entregas. Con todas sus características peculiares –que no son pocas-, puede, sin embargo, afirmarse que la literatura japonesa popular de esta época guarda un asombroso paralelismo con la de la Europa del folletín romántico, la novela gótica, la literatura galante y el surgimiento de la novela histórica de aventuras y, con ella, la de capa y espada. Japón tenía sus Maturin, Dickens, Ainsworth, Dumas, Féval, Wilkie Collins, Sue o Hugo, sin duda alguna… Queda para mejor ocasión indagar si existió alguna vía o vías de comunicación posibles entre ambos mundos, que llevaran influencias en uno u otro sentido –quizás engañosamente-, pues lo cierto es que, pese a la presencia de cierto comercio continuado con Europa, vía Holanda, sobre todo, parece improbable que los escritores japoneses de esta época tuvieran oportunidad de leer o conocer a los novelistas ingleses y franceses contemporáneos a quienes tanto nos recuerdan, a veces, por sus inclinaciones y características, antes de la irrupción de la Era Meiji.
Existe también una posibilidad distinta, que nada tiene por qué deber a un teórico difusionismo cultural difícil quizá de comprobar, y es la de que ambas corrientes literarias hayan evolucionado en paralelo, respondiendo de forma parecida a contextos que, si bien distantes y distintos en muchas aspectos, se correspondían en uno fundamental: el paso de una sociedad aristocrática y guerrera a otra pacífica y comercial, donde los impulsos violentos canalizados por el ejercicio de las armas y el papel preponderante de la aristocracia militar, en el caso de Japón la clase samurai, se desplaza de la realidad a la ficción, para satisfacer tanto la necesidad de catarsis de una sociedad en transición hacia nuevas formas de convivencia pacífica, como la de mantener al mismo tiempo la admiración y el recuerdo de las viejas tradiciones castrenses y patrióticas. Como aventura Robert Muchembled: “…muchas películas o series de televisión sobre el mismo tema que las novelas de capa y espada del siglo XIX han tenido un papel extremadamente apaciguador (…). Han contribuido poco a poco a vacunar a los jóvenes lectores contra la tentación de la violencia real ofreciéndoles una válvula de escape onírica. Porque las hazañas de D´Dartagnan, Lagardère o Pardaillan están absolutamente fuera del alcance del común de los mortales, que no son duchos ni en la esgrima ni mucho menos con la espada (…). El genio de los autores ha sido fundir diversas tradiciones violentas para hacerlas participar juntas en el apaciguamiento de las pasiones juveniles”. No parece del todo casual que en el Japón, la mudanza de la clase samurai de un papel violentamente activo, en un país feudal en constante guerra civil, al de una autoridad en cuestiones no solo marciales, sino también filosóficas y morales, con carácter eminentemente pedagógico, educativo y ejemplar en tiempos de paz y de concentración del poder en la figura despótica e ilustrada del sogún, se vea acompañado por el surgimiento de una novela de aventuras popular que reverdece en la ficción las épicas hazañas bélicas de antaño, mezclando a menudo la alabanza del espíritu samurai con la exposición de las duras y sangrientas realidades de aquellos lejanos tiempos. Satisfaciendo así expectativas aparentemente opuestas, dialécticamente resueltas a través de la ficción literaria.
Sea como fuere, con obras como las de Kyoden, Shunsui o Bakin, el chambara está servido.
Servido, pero no cocinado del todo. El punto de cocción perfecto del chambara llegaría aproximadamente cien años después, cuando a comienzos del siglo pasado, en concreto en la década de 1920, la literatura japonesa popular, denominada taishu bungei, conociera un auténtico renacimiento, que consolidaría definitivamente gran parte de sus características propias de una vez y para siempre. Por supuesto, en este caso la influencia occidental resulta mucho más evidente y real, ya que no se trata solo de una época de franca apertura hacia el mundo exterior, incluso de ávida asimilación de las costumbres, modas y modelos occidentales, sino que además muchos de los escritores que cultivan los géneros populares viajan también por Europa y Estados Unidos, entrando en contacto directo con los estilos literarios en boga, habiendo recibido también a veces una educación cosmopolita, aprendiendo idiomas como el alemán, el francés o el inglés. La Era Taisho (1912-1926), los felices años 20 nipones, fue una época (terremoto de Kanto aparte) de florecimiento de las vanguardias, de gran movilidad social y cultural, y de firmes esperanzas en una genuina modernización del país, que se verían finalmente empañadas por el auge del autoritarismo y del militarismo imperialista, que, a la larga, tan nefastas consecuencias tendría.
Aunque prácticamente todos los géneros literarios populares se vieron representados en la prensa, revistas y ediciones de la época, incluyendo el policíaco, la ciencia ficción, los cuentos de fantasmas y de horror, etcétera, una gran mayoría de las novelas se ambientaban preferentemente en la Era Edo e incluso más atrás, inscribiéndose en el género histórico o, como es conocido dentro del contexto cinematográfico japonés, el jidaigeki. Naturalmente, este amplio abanico temporal incluye numerosas variaciones que se escapan a menudo del taishu bungei, como, por ejemplo, las historias de samuráis del justamente alabado Mori Ogai, u otras que no implican el protagonismo de las artes marciales. Sin embargo, como explica con claridad Mitsuhiro Yoshimoto: “Incluso aunque marginalmente incluía la novela de detectives (muy notoriamente las obras de Edogawa Rampo) y otros tipos de género popular, el taishu bungaku era abrumadoramente ficción chambara o jidai shosetsu (novela de época), compartiendo así prácticamente el mismo universo narrativo del cine de jidaigeki.” La característica fundamental que permite identificar estrictamente al chambara en particular, dentro del contexto más general del jidai shosetsu (o geki, si hablamos de cine), es, naturalmente, la importancia específica y subrayada de las artes marciales. De las espadas y duelos, de los principios éticos del bushido, las distintas escuelas marciales y los personajes que utilizan la catana, no siempre necesariamente samuráis, sino también a menudo ronin, yakuzas, soldados de fortuna, ninjas o aventureros. Exactamente igual ocurre si queremos diferenciar específicamente novelas como Los Tres Mosqueteros o El Jorobado del resto de la producción de aventuras históricas que caracteriza a sus autores. Por eso mismo, las peripecias de El Zorro son capa y espada, antes y mucho más que western, pese a su escenario histórico-geográfico.
Podemos hablar sin temor a exagerar de una auténtica explosión de la literatura popular nipona, comparable y, nuevamente, paralela a la de la pulp fiction de los Estados Unidos en particular y Occidente en general. En 1926, la editorial Heibonsha lanza una colección de libros al precio de un yen cada uno, bajo el título de Taishu bungaku zensho (Obras completas de la literatura popular), pero ya un año antes había aparecido la primera revista exclusivamente dedicada al género, Taishu bungei, y en 1924 el magazine King, aparte de otros más juveniles, como Shin Seinen, donde debutara en 1923 Edogawa Rampo, que publicaban también autores de misterio occidentales como Conan Doyle o Poe. Al mismo tiempo, periódicos como el Tokio Nichi Nichi Shimbun, el Osaka Mainichi Shimbum o el Hochi News ofrecían en forma serializada novelas históricas y de aventuras, mientras relatos de diversos géneros menudeaban también en las revistas dirigidas al público femenino, especialmente adicto a la literatura popular. Paralelamente a esta eclosión editorial, aparece el grupo teatral Shinkokugeki (Nuevo Teatro Nacional), fundado por Sawada Sojiro en 1917, que empieza pronto a adaptar con enorme éxito novelas históricas como Daibosatsu Toge (El paso de Daibosatsu), inconclusa saga histórica publicada por Nakazato Kaizan entre 1913 y 1941, cuando se vio interrumpida por su fallecimiento, y que incluye el protagonismo del violento espadachín Tsukue Ryunosuke, del que volveremos a hablar después, así como numerosas escenas de combate, duelos y batallas, que la compañía trasladó al escenario con realismo inédito, pronto imitado por el cinematógrafo. El propio término taishu bungaku se acuña en estos años, a través del citado magazine Taishu bungei, fundado por el prolífico Shirai Kyoji, gran defensor y cultivador del género. Se trata de una denominación que no carece de cierta complejidad, ya que, en realidad, habría que traducirla más bien como “literatura de masas” antes que como “literatura popular”, aunque su sentido sea generalmente el que damos a esta última. Sin embargo, el matiz marca también una curiosa impronta, porque contrariamente a lo que podría suponerse en un análisis superficial del fenómeno, este, en realidad, está más asociado a escritores e intelectuales progresistas y de izquierdas que al contrario.
Como ocurriera en cierto modo con sus antecedentes de la Era Tokugawa, que desafiaron con su erotismo, su humor irreverente y sus excesos la férrea censura del gobierno, los escritores de taishu bungei, aunque cultivan preferentemente el chambara y el jidai shosetsu, reescribiendo episodios históricos del pasado feudal de Japón, hazañas reales e imaginarias de famosos samuráis y señores, poniendo al día, en un lenguaje accesible y moderno, los grandes clásicos de la literatura nipona y también china, lo hacen reinventándolo todo y violando a menudo las normas tradicionales observadas en el tratamiento de temas tan relevantes y profundos para el espíritu nacional. Si más tarde, a la luz del creciente militarismo del país y de la reacción contra la modernidad que siguió a la Era Taisho, podemos parafrasear con propiedad a Robert Muchembled cuando, refiriéndose a las novelas de capa y espada francesas, explica como “…Precisamente en el momento en que la nación se lanza a la gran aventura colonial, estas historias asocian los antiguos rituales viriles, necesarios para indicar a los ciudadanos lo que se espera de ellos, con los mecanismos específicos que transformaron a los nobles del siglo XVII en máquinas de guerra y de conquista”, lo cierto es que en el Japón de los años 20, para la mayor parte de los intelectuales de generaciones anteriores, el tratamiento que la taisho bungei da a su glorioso pasado es poco menos que blasfemo. La frivolidad, violencia y realismo de un lenguaje popular e inmediato, que utiliza fundamentalmente los recursos del melodrama, el folletín, la fantasía y la aventura, dando protagonismo a menudo a bandidos, ronin y fuera de la ley, ofende frecuentemente a los escritores “serios”, tanto a los partidarios de una modernidad modelada sobre el ejemplo occidental más elevado, como a quienes invocan el regreso a la tradición clásica y los maestros de antaño. No es raro que muchos de los autores de chambara firmen con seudónimo, ni que uno de los primeros escritores del género, el citado Nakazato Kaizan, fuera un militante socialista, utópico y concienciado, quien se negó incluso, poco antes de su muerte, a inscribirse en la Bungaku Hokokukai (la Sociedad para el patriotismo a través de la literatura), organización gubernamental de propaganda que pretendía movilizar a los escritores a favor de la guerra. Aunque nos resulte más práctico y asimilable traducir taishu bungaku como literatura popular, su sentido literal originario de “literatura para las masas” o “de masas” posee un matiz marxista y reivindicativo que no era en absoluto ajeno a muchos de sus cultivadores y defensores, por más que después pudiera cambiar de registro ante la presión de los acontecimientos. Y lo mismo vale para el volumen general del jidaigeki y el chambara cinematográficos. Como apunta de nuevo lúcidamente Mitsuhiro Yosimoto: “La emergencia del jidaigeki como un nuevo género tiene poco que ver con un retorno a la tradición y mucho con una rebelión contra las viejas formas y convenciones del Kabuki y el kyugeki. Si Shinkokugeki ofreció un modelo realista para los combates a espada, lo que empujó su experimento hasta el límite fue el impacto del cine de Hollywood, en particular las películas de acción, o katsugeki, ejemplificadas por los swashbuklings de Douglas Fairbanks y los westerns de William S. Hart.”
Volviendo de nuevo a la literatura, aunque a menudo resulte difícil no desviarse hacia la gran pantalla, especialmente cuando ambas se encuentran tan próximas como en el caso del chambara, la Era Taisho da a luz un sinnúmero de escritores y obras que consolidan el género hasta nuestros días. Nakazato Kaizan, Shirai Kyoji, Eiji Yoshikawa, Asataro Miyamori, Naoki Sanjugo o Kan Kikuchi –estos dos últimos, pioneros también del cine japonés-, entre otros, re-crearon personajes, episodios y situaciones históricas, partiendo de los modelos clásicos y los novelistas “románticos” del siglo XIX, llevándolos a la modernidad y sirviendo de fuente de inspiración al cine, el manga, y a novelistas históricos posteriores como Norio Nanjo, Sûhei Fujishawa, Ryôtarô Shiba o Futaro Yamada. Es en este contexto, y entre los más populares y significativos autores, donde hay que situar a Kaitaro Hasegawa, creador con el seudónimo de Hayashi Fubo del mítico ronin tullido Tange Sazen y sus locas aventuras, de quienes nos ocuparemos a continuación.
Es un hombre alto y mal encarado. De hecho, muy mal encarado, pues su rostro tiene una cicatriz que lo cruza de arriba abajo, es tuerto y, peor aún, ha perdido el brazo derecho, cuyo muñón queda oculto por la manga de su kimono. Aunque fue un día samurái al servicio del clan Soma, familia que desciende del valiente Taira no Masakado, ahora es un ronin, un samurái errante y sin señor, que ofrece sus servicios al mejor postor. Porque, a pesar de haber quedado terriblemente mutilado, a causa de la traición de un amigo y compañero de armas, Tange Sazen, que así se llama este terrible personaje, sigue siendo un experto espadachín. Un temible y sanguinario contrincante, que ha depurado una técnica zurda de la catana, que sorprende a sus oponentes y les deja literalmente clavados en el sitio. Sardónico y brutal, amoral y amargado, es un asesino profesional, sin honor ni piedad, cuya faz parece la de un bakemono, un monstruo sobrenatural, que mata con sobrenatural facilidad, huyendo sin pudor cuando lo considera necesario. Naturalmente, conquistó de inmediato a los lectores y espectadores de todo Japón.
Este curioso personaje apareció por vez primera en las páginas de Shimpan Ooka Seidan, una serie de novelas publicada por entregas entre 1927 y 1928 en el Osaka Mainichi Shinbun. Su autor era Hayashi Fubo, escritor de novelas históricas de aventuras, que menudeaba sus obras en varios periódicos y revistas de la época. En realidad, se trataba del seudónimo de una de las plumas más populares del momento, Kaitaro Hasegawa (1900-1935), un genuino exponente del carácter cosmopolita, culto y abierto de gran parte de los intelectuales y artistas del periodo Taisho y comienzos de la Era Showa. De hecho, prácticamente toda su familia compartía las mismas o parecidas inquietudes: su padre era periodista, y entre sus hermanos se contaba el también escritor Shiro Hasegawa (1909-1987), poeta y traductor al japonés de autores como Kafka, Brecht o Samuel Beckett, además de otro pintor y un tercero dedicado a la traducción de obras rusas. Inquieto, y ansioso como muchos de sus contemporáneos por conocer el mundo occidental, Kaitaro abandonó sus estudios en la Universidad Meiji de Tokio para viajar a los Estados Unidos. Una vez allí, se matriculó en el Oberlin College de Ohio, trabajando como cocinero para pagarse los estudios… que abandonó también pronto, en 1920, dedicándose a recorrer el país como un vagabundo. Soñaba con dar la vuelta al mundo, y estuvo a punto de conseguirlo: en 1924 volvió a Japón, trabajando en barcos de carga a través de Sudamérica, Australia, el disputado puerto de Dalian, en el territorio chino de Kwantung, anexionado entonces al Japón, y por Corea.
No es extraño que, con este bagaje, al poco de retornar a su país natal comenzara a publicar relatos en diversas revistas como Chuo Koron (La Revista Principal) o la citada Shin-Sheinen (Nueva Juventud), con el seudónimo de Tani Joji. Pero los primeros tiempos fueron duros. Recién casado con la traductora de inglés Kazuko Katori e instalado en las proximidades de Kamakura, el matrimonio vivía en una exigua habitación alquilada en el templo de Zaimokuza, mientras Hasegawa ganaba un magro sueldo como profesor en la Escuela Superior Femenina de Kamakura. Afortunadamente, su carrera literaria se vio repentinamente lanzada al estrellato gracias, por un lado, a la publicación de una serie de historias de carácter humorístico, que bajo el título genérico de Meriken Jappu (El japonés americano), narraban sus peripecias personales a lo largo y ancho de los Estados Unidos, mientras que, por el otro, con el nom de plume de Hayashi Fubo, daba nacimiento a sus novelas históricas de aventuras y artes marciales, entre las que pronto destacaron las protagonizadas por Tange Sazen. De hecho, el éxito de Shimpan Ooka Seidan fue tan rápido que solo al año de publicarse se vendieron ya los derechos cinematográficos a varias productoras en liza por los mismos, comenzando Sazen su andadura por la pantalla, que llegará hasta nuestros días.
El entonces popular director Daisuke Ito, quien había revolucionado el cine japonés con su trilogía Chuji Tabinikki Daisanbu Goyohen (Diario de los viajes de Chubi, 1927), un jidaigeki que incluía numerosas escenas de combate inspiradas en el estilo realista del Shinkokugeki, montadas con estilo ágil y moderno, se encargaría también de llevar las aventuras de Sazen al celuloide, para la productora Nikkatsu –que sería a lo largo de los años una de las señeras del chambara y, sobre todo, de los films sobre la yakuza-, con el actor Denjiro Okochi en el papel de Sazen. Sin duda, la personalidad y genio de Okochi dando vida al personaje contribuirían en gran parte a cimentar su popularidad, obligando al propio Hasegawa a transformarlo de carácter secundario en protagonista absoluto de una segunda serie de aventuras, publicada entre 1933 y 1934 como Tange Sazen, consagrándolo definitivamente como arquetipo del chambara, dentro y fuera de la literatura. Como en Occidente, en Japón el cine se había convertido en un medio de masas con una fuerza capaz de trocar en oro todo lo que tocaba, y la historia del chambara literario está inextricablemente ligada a la del cinematográfico desde sus orígenes. Un fenómeno que recuerda también a la íntima relación entre el Hollywood de la época y la literatura popular de género, a través, por ejemplo de la colaboración -en el caso que ahora más nos interesa- de escritores de capa y espada como Rafael Sabatini, Johnston McCulley o Samuel Shellabarger.
Hasegawa se transformó en el niño mimado del panorama literario japonés más frívolo y popular. La revista Chuo Koron decidió enviarle en un viaje alrededor del mundo junto a su esposa, de un año de duración, durante el cual debía enviar la crónica de sus impresiones y experiencias. Mientras recorría más de una docena de países distintos, aprovechó también para comenzar a escribir novelas de misterio, basadas en casos reales, relatos contemporáneos y reportajes cosmopolitas que encontraron buen recibimiento en revistas literarias femeninas como Fujin Koron (Revista para la mujer). De regreso en su país, recibió la oferta de residir permanentemente en una suite del Hotel Imperial de Tokio, pero prefirió volver a su amada Kamakura, donde había dado sus primeros pasos profesionales en la literatura. Desgraciadamente, como ocurre en tantos casos del tan a menudo fúnebre panorama de las letras niponas, Hasegawa no pudo disfrutar mucho de su éxito económico y profesional: en 1935, apenas un año después de publicada la nueva entrega de las aventuras de Tange Sazen, su autor fallecía prematuramente a causa de una grave afección bronquial crónica. Su creación más popular le sobreviviría, gozando de excelente salud, especialmente gracias a la magia del cine y a la popularidad nunca menguante del chambara a lo largo de las décadas siguientes.
V – Capa y espada, catana y kimono
Las aventuras de Tange Sazen, como comprueba rápidamente quien se aventura en su fascinante lectura, son puro folletín de capa y espada. Siguiendo el ejemplo seminal de novelistas del siglo XIX como Kyoden, Bakin o Shunsui, Hasegawa utiliza todos los recursos propios del género. Aunque, como no podía ser de otra manera, las luchas a espada, duelos y combates ocupan buena parte de su tiempo al escritor, incluyendo el detallismo en las referencias a los distintos estilos, escuelas y maestros de las artes marciales –de lo contrario no sería chambara-, todo ello forma parte de una intrincada, retorcida y compleja serie de intrigas que, situadas en el contexto histórico de comienzos del siglo XVIII, dan pie a la aparición de numerosos personajes reales de la época, que se entrelazan con los de ficción en elaboradas tramas y sub-tramas repletas de episodios románticos y sentimentales, crímenes y conspiraciones, persecuciones y disfraces, y hasta objetos legendarios, con rasgos de carácter casi mágico o fantástico, como las catanas legendarias, objeto de la codicia de varios personajes en las primeras aventuras de la saga, que separadas la una de la otra, se buscan entre sí provocando la tragedia y el derramamiento de sangre a su alrededor. Los constantes giros y meandros de la urdimbre, los cambios de registro y de bando de algunos personajes, que evolucionan sorprendentemente ante los ojos del lector, están por tanto muy próximos a la estructura siempre abierta y cambiante, pendiente de las simpatías del público, de los folletines clásicos occidentales de Dumas, Féval, Sue y sus coetáneos.
La primera serie de novelas en la que aparece Tange Sazen –que el lector puede disfrutar ahora, editada por vez primera en castellano y vertida directamente del japonés gracias a la editorial Satori, bajo el nombre de La katana del lamento-, titulada como ya se dijo Shimpan Ooka Seidan, hace ya referencia en su enunciado a uno de los protagonistas de la misma, personaje histórico y casi legendario, que ha dado lugar a su propio desarrollo individual en numerosas otras novelas, películas y series de misterio y aventuras dentro del jidaigeki: el juez Ooka Tadasuke (1677-1752). Magistrado principal de Edo durante el gobierno de Tokugawa Yoshimune, lo que venía a ser una combinación de inspector de policía, juez, fiscal, forense y hasta jefe de bomberos, su habilidad en la resolución de los más extraños y difíciles casos, y su sabiduría confuciana a la hora de juzgar a los criminales, le convierten en una figura mítica, en la tradición del Juez Ti de la China milenaria, y abundan las versiones de sus hazañas en todo el marco de la cultura popular japonesa, incluyendo el manga. En la serie de Hasegawa, ocupa en cierta medida el papel de némesis de Sazen, a quien persigue implacablemente puesto que (spoiler) este es prácticamente el villano de las primeras novelas. En efecto, alquilado por un ambicioso daimio para apoderarse de la Espada del Lamento, el ronin manco no duda en asesinar inocentes, poner en peligro a dulces damas enamoradas y traicionar a nobles samuráis, como el joven Eizaburo, quien ha prometido por su honor recuperar la catana robada.
Ooka Seidan, a través del retrato de Sazen y sus compinches, ofrece un panorama tan cautivante como a veces áspero y realista, pese a sus tintes siempre melodramáticos, del mundo del hampa y los bajos fondos de la Era Tokugawa. Sazen se codea con samuráis corruptos como Suzukawa Genzyuro, pícaros como Yokichi o prostitutas feroces, en el amor y en el odio, como Ofuji, algunos de los cuales se convertirán en comparsas habituales de sus andanzas. En el otro lado, encontramos no solo al noble Eizaburo, sino también al misterioso Taiken, que deambula como un vagabundo por las entrañas de la capital desfaciendo entuertos, y al propio Tadasuke, quien anda tras la pista del invisible asesino zurdo que está sembrando de cadáveres la ciudad de Edo y que no es otro, naturalmente, que Sazen. Como se puede ver, un decorado que a menudo nos recuerda el París de Eugenio Sue y Féval o el Londres de Dickens. Puede resultar bastante llamativo el hecho de que, de entre su nutrido plantel de personajes, fuera precisamente el villano quien se convirtiera en favorito de los lectores, pero a ello contribuyen varios factores bien interesantes.
Dejando a un lado el aspecto cinematográfico, que ya comentamos más arriba y al que volveremos a menudo, conviene aquí recordar las sorprendentes afirmaciones de Yoshimoto acerca del carácter rupturista del chambara y la taisho bungei de los años 20. Un carácter que encuentra en la figura del ronin y los fuera de la ley la perfecta encarnación de un cierto nihilismo, de una postura antiautoritaria, que con toda su trágica ferocidad representa también un nuevo concepto moderno del heroísmo, que choca con la tradición clásica: el de los perdedores, los rebeldes y los marginados por la sociedad y el poder. Pese a las apariencias, muchos de los personajes fundamentales del chambara no son estrictamente samuráis, sino más a menudo ronin, como los 47 leales de Ako, el Lobo Solitario de Kazuo Koike o el propio Tange Sazen, junto a quienes frecuentan el género jugadores y yakuzas, mercenarios como el Sanjuro de Kurosawa e incluso masajistas virtuosos de la espada, como Zatoichi. La fuerza de estos personajes, muchos de los cuales fueron antes samuráis nobles y respetuosos del sogún, estriba precisamente en su desencanto respecto a la realidad de la sociedad feudal, mezquinamente traicionados siempre, de una u otra forma, por sus señores o camaradas e incluso por el propio gobierno Tokugawa. Reflejan la hipocresía del código bushido, cuando este debe postrarse vergonzosamente ante la autoridad política, así como la corrupción subterránea que medraba por doquier en medio de la gran paz instaurada por Ieyasu. No es algo tan sorprendente como pudiera parecer ni exclusivo del ámbito nipón: en esta misma época triunfan en la literatura popular occidental sardónicos archivillanos como Fantomas, ladrones como Arsène Lupin, empiezan a sentarse las bases del hard boiled dentro de la novela policíaca americana, con sus gánsteres y duros detectives, y aparecen héroes tan peculiares como el bárbaro Conan de Robert E. Howard, ladrón y mercenario. No es extraño que el chambara comparta también ciertos elementos característicos con el western y su universo de pistoleros profesionales, forajidos y desperados. Elementos que se acentuarán cinematográficamente a lo largo del tiempo, hasta que se llegue a hablar en los años 60 de soja western como sinónimo de chambara.
Otros factor que contribuyó decisivamente al éxito de Tange es, sin duda, su excelencia en el manejo de las armas, que le permite superar los impedimentos de su incapacidad e incluso convertir esta, por medio de la sorpresa, en un arma a su favor, pues nadie espera de un espadachín manco y tuerto que sea capaz no solo de vencer a un oponente normal, sino incluso a muchos al tiempo y a la vez. Aquí, la maniobra zurda característica del personaje no deja de recordar la estocada secreta del Caballero de Lagardère, que le permite vencer a ocho enemigos sin levantar la ceja. Esta casi sobrenatural habilidad para las artes marciales en un hombre severamente mutilado se erige, por su parte, en peculiaridad propia del chambara, de la que encontraremos muy pocos, si algunos, equivalentes en la literatura de género occidental. Merece, por tanto, que le echemos un largo y buen vistazo –sin bromas-, pues constituye gran parte del éxito del personaje y todo un sub-género per se.
Un reportaje de Jesús Palacios