Título Original: Tian Guó País: China Año: 2011 Duración: 115 mins Director: Wang Chao Reparto: Hong Wei-Wei y personas anónimas Género: drama impresionista
Hay que armarse de paciencia para visionar este docudrama ubicado en algún lugar del Norte de China. Esto es lo primero que hay que tener en cuenta y no por ello hay que verlo como algo peyorativo, pues estamos ante una de esas propuestas contemplativas en que la acción es mínima y los fotogramas actúan como lienzos ante el espectador. A través de milimétricos encuadres iremos penetrando en el interior de una de esas típicas villas chinas de chabolas que han experimentado la deceleración de su industria minera, siendo reconvertidas en la última década en ciudades artificiales de nueva construcción en nuevos enclaves cercanos, con rascacielos megalómanos que se imponen como santuarios prefabricados ante la inmensidad del paisaje desértico. En este panorama inhóspito, que nos puede resultar familiar si somos consumistas habituales de la obra de Jia Zhang-Ke y, por ende, de la Sexta Generación de cineastas chinos (los que nacieron en la década de los sesenta), hay algunas familias que se niegan a abandonar sus hogares natales: viviendas precarias (casi naturales, escarbadas en formaciones rocosas) cerca de las minas en las que han permanecido vertiendo sudor y lágrimas. Son obreros que no se han adaptado a los nuevos tiempos y que prefieren seguir viviendo en un contexto rural, perpetuando esas tradiciones a las que se han aferrado por miedo a lo moderno, a lo nuevo, a los cambios socioculturales de su país.
En este contexto arranca Celestial Kingdom, cuyo paradisíaco título puede hacer referencia tanto a una canción que está insertada en los últimos veinte minutos, como a la situación con la que deben lidiar muchas mujeres para complacer a sus esposos no deseados, además de servir como oda a todos esos mineros que después de dejarse la piel han conseguido su merecido reposo celestial. Un reposo que viene marcado por una serie de supercherías locales: para esta comunidad, si un hombre fallece sin haberse casado, sólo hallará la paz si es enterrado al lado de una mujer que haya fenecido en fechas cercanas. Y es aquí cuando entra en juego una banda de rufianes que para ganarse un sobresueldo se dedica amañar bodas no consentidas, a buscar esposa para paletos, a prostituir a chicas recién llegadas de las zonas rurales y, lo peor de todo, a hacer desaparecer a mujeres sin identidad para disponer de sus cadáveres cuando sea necesario, para así satisfacer el alma de esos difuntos varones que han muerto sin haber consumado. Un acto macabro que sólo se intuye, ya que la cámara nunca nos hace partícipe del homicidio, en el funeral posterior de forma ritualizada e artificial.
Aunque no lo parezca, Wang Chao ya lleva una década dentro de la profesión, tanto de guionista como de cineasta, y es por esta razón que en este ascético largometraje nos brinda algunas de las imágenes más bellas que se han visto en una producción china en las últimas temporadas. Filmada a través de largos planos secuencias, muchos de ellos inmóviles, utiliza constantemente planos panorámicos para mostrar los hipnóticos y desiguales resultados arquitectónicos del lugar, prevaleciendo siempre la luz natural de los exteriores y dejando como anécdota los espacios interiores, donde transcurren esas escenas con diálogos. Iluminación diurna y naturalista para un relato que aboga por la artificialidad y la pomposidad de lo moderno; una contradicción que encuentra su equilibrio en la única secuencia nocturna de todo el filme: un castillo de fuegos artificiales englobado dentro de una festividad anual viene a marcar el paso de lo viejo a lo contemporáneo (y que sirve de ecuador a su dilatado metraje). En parte, esta obsesión por aprovechar los espacios naturales viene dada por Ji Chen (el director de fotografía), que en un estilo marcadamente impresionista nos invoca a admirar, como si de una pintura se tratase, la frondosa plenitud del horizonte mediante encuadres milimétricos y en los que la profundidad de campo se impone por encima de la trama, recorriendo todos los recovecos del fondo del plano (bosquecillos, montes, colinas medio desmoronadas, ríos de poco cabal). En muchos momentos, Chao parece olvidarse de la historia (narración minimalista para una trama abstracta), y su verdadera devoción es plasmar la luz a través de su cámara, sin pararse a pensar de dónde proviene, qué formas proyecta o si éstas son definitorias para el ambiente que retrata. Tanto dan los personajes o la cantidad de personas abigarradas que transitan en la imagen plasmada, lo fundamental es captar la esencia del la luz en cada fotograma. Si los hermanos Lumière ya “impresionaban” al público de finales del siglo XIX con simples filmaciones de los campos meciéndose por el viento, y algunos vanguardistas realizadores franceses que sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial intentaron emular a los pintores impresionistas de la época (hallándose entre ellos un precoz Jean Renoir), ahora un cineasta chino dela Sexta Generación retoma esa corriente artística para fundir la extraña fisonomía lumínica de una remota villa, reconvertida en ciudad dormitorio, con el desgarrador testimonio de una mujer china sin recursos que es sentenciada a muerte ilegalmente por una calaña de hombres sin escrúpulos. Un relato tratado con la máxima frialdad posible, sin recurrir a la crueldad o a la violencia, narrativamente planteado de forma radical y que, de forma subversiva, denuncia algunas prácticas tradicionales obsoletas que, si son ciertas, resultan aterradoras.
LO MEJOR: descubrir las creencias macabras de una comunidad a través de los lienzos secuenciales de Wang.
LO PEOR: algunos innecesarios y prolongados pillow-shots, como el recorrido que efectúan varios mineros en una furgoneta, seguido por la cámara en un eterno plano frontal de casi cinco minutos.
Valoración: 9/10
Por nuestro colaborador Eduard Terrades Vicens