Era de esperar… mi suerte no es eterna: al final, entró un frente frío en Cuba. Aupado por las gélidas noticias procedentes de España, tanto del ámbito económico como en el terreno cultural, la temperatura quiso solidarizarse con la causa (ya sabéis que estamos en un país socialista inmerso en pleno periodo especial) y el pasado viernes, a escasas horas de que Los Van Van aterrizaran en la Escuela, el viento, el frío y la lluvia se vistieron con sus mejores galas para regalarnos una noche… de perros.
¿Iba a cancelarse el concierto…? me preguntaba desde mi apartamento, viendo cómo la lluvia iba asestándole mamporro tras mamporro al ventanal… Bueno, no vayamos a exagerar (tiendo a mimetizarme con el entorno en el que me encuentro, y ya casi soy tan exagerado como el pueblo cubano). La temperatura descendió: de 24ºC a 20ºC, el viento era intenso, pero incapaz de llevarse tres o cuatro hojas a la vez, y la lluvia, después de caer durante dos horas, desapareció de escena porque según entendí… tenía entradas para el concierto.
A las 21:30 horas los Van Van hicieron acto de presencia en el improvisado escenario instalado en la cancha de voleibol, el ron Havana Club corría como la pólvora, y la Cerveza cubana Cristal, que había descendido de cotización durante el evento (se vendía a 1 cuc, peso convertible, o lo que es lo mismo, 1 dólar), pasaba de mano en mano entre los asistentes. Un heterogéneo grupo compuesto por estudiantes de la escuela (que por unas horas habían abandonado a Tarkowsky, Godard o Apitchatpong), personal técnico y familiares (jardineros, choferes, asistentes de las cátedras), fans del grupo venidos de La Habana y pueblos cercanos, y algún que otro profesor (no muchos, cierto es). 2 horas de auténtico son y ritmos cubanos, donde la diversión prendía la mecha de la alegría, para abrir un paréntesis a todas las dificultades por las que atraviesa la escuela y el pueblo cubano en general. La gente bailaba, bailaba, bailaba… como poseída por el espíritu de Joseito Fernández, compositor, entre otras, de la famosa… “Guantanamera…”.
Lo más cerca que he estado del cine este fin de semana ha sido frente a la taquilla de uno de los 12 cines que mantienen el tipo en la ciudad de La Habana. Sí, chicos, este fin de semana he visitado una de las ciudades que sin duda no os debéis perder, al menos una vez en la vida. Tentado estuve de entrar en la sala… situada en pleno Paseo Martí, frente al Capitolio y a escasos metros del Gran Teatro García Lorca, el Café del Louvre y el Floridita, donde Heminway solía matar sus tardes en las que no salía a navegar, degustando un daiquiri tras otro. Pero la película Último Cuerpo tenía una competencia feroz ante lo que mis ojos miraban a escasos metros de la sala.
No había paseado por la Habana Vieja desde hacía unos quince años. Es una experiencia única, os lo aseguro. Me recuerda mucho al casco antiguo de Barcelona: descender por Puerta del Ángel, llegar hasta la calle Petritxol, avanzar hasta las Ramblas… En este caso, sólo cambian el nombre de las calles: pasar de la plaza de la Catedral a la Plaza de Armas, encarar el antiguo Palacio de los Capitanes Generales (reconvertido en el Museo de Historia de la ciudad), seguir por la calle de los Mercaderes, atravesarla hasta llegar a Obispo (una calle en la que los sentidos se desvían en una y otra dirección sin saber bien donde alojarse), Teniente Rey, Muralla…. Y así hasta llegar a uno de los lugares más mágicos de la Habana Vieja: La Plaza Vieja (que la han dejado nueva, todo hay que decirlo), y que antiguamente era utilizada para el tráfico de esclavos.
Tiempo tuve de degustar un buchito de café en uno de los escasos lugares de toda la Habana Vieja donde todavía se puede pagar en pesos cubanos (en la calle Mercaderes, a escasos metros de la Plaza Vieja, donde los turistas martillean sus cámaras fotográficas para dejar testimonio de su paso por Cuba). Unos 150 metros más adelante, las familias cubanas rodeaban una barra improvisada, donde el camarero servía café como un barman los cócteles… No había ninguna cámara para recoger ese momento, lástima.
Un almuerzo frugal, compuesto por una salchicha, fruta bomba, una copita de vino cubano y café, sirvió de alto en el camino. Me había despertado a las siete y diez de la mañana, llevaba siete horas danzando por La Habana: recorriendo el Malecón como Juan y su amigo Lázaro, aunque los únicos zombis que divisé no eran cubanos, sino americanos o británicos y algún espécimen nacional (español, quiero decir) entrados en la cincuentena. El Hotel Nacional, el Rivera, el monumento a los Estudiantes de Medicina en la Punta, el Museo de la Revolución (que sigue vendiendo espíritu revolucionario, aunque hay veces que más le valdría repartir una pieza de pollo), las calles de Centro Habana repletas de carros a medio arreglar a ambos lados de la calle, la Quinta Avenida (impoluta y salpicada de una y otra embajada), el barrio de Playa (que permite a los habaneros disfrutar de un chapuzón sin tener que desplazarse a las playas de Varadero…).
Abandoné La Habana a las siete de la tarde. La oscuridad habanera había sustituido a la luz diurna. La luz eléctrica, solidarizada con la causa, había desaparecido en la mayoría de los barrios.
El fin de semana se cierra hoy domingo con ambiente cinematográfico: tengo una cita con Werner Herzog y su Cave of Forgotten Dreams (película que tuve la oportunidad de ver en Fancine en 3D), y que hoy espero revisitar en dos dimensiones. Y para rematar la jornada, una de las películas del año: Drive. Un magnífico cierre para un fin de semana salpicado de música, sabor cubano y los paseos por La Habana.
Mañana cogemos el avión rumbo a Corea del Sur. Promete ser una semana intensa. Y yo estaré aquí para contároslo. Feliz inicio de semana desde Cuba.