Primero fue Yasujiro Ozu y algunas películas de Kenji Mizoguchi, Mikio Naruse, Nagisa Oshima y alguna de Kurosawa. Luego descubrimos que Yoji Yamada no era un director de jidai geki, sino un cineasta que durante toda su trayectoria profesional se había dedicado a mostrar la vida rutinaria de las clases obreras; a lo sumo, la gente de barrio. Y ahora, de la mano de Hirokazu Kore-eda y Naomi Kawase, el espectador español ha descubierto que, a pesar del ajetreo diario y de la velocidad ultrasónica en la que actualmente se mueve la sociedad nipona, hay una calma inherente en el carácter del japonés estándar, en su cotidianidad. Es el nuevo cine costumbrista proveniente de la antigua Tierra de Cipango, un cine pausado que nos enseña las rutinas de los japoneses, así como la mejor manera de llegar al final del día: con una sonrisa de oreja a oreja.
Después de la Tormenta es la película más reciente que se ha estrenado de Kore-eda en nuestras salas. El filme empieza como si de un auténtico docudrama de la sociedad japonesa se tratara: mostrando momentos anodinos a la par que rutinarios de ciudadanos japoneses que siguen su camino después de bajar de un tren de una línea periférica; instantes cotidianos reflejados con una cámara ascética, que permiten entender el día a día de un pueblo que admiramos por su cultura, pero también por su orden y rectitud. No obstante… ¿Qué entendemos por costumbrismo japonés? O mejor ¿Qué significado tiene esta palabra para ellos? Efectivamente, esperar un tranvía después de una maratoniana jornada laboral es una costumbre muy común entre millones de nipones (más que una costumbre, una obligación). Pero también las idas y venidas por las minúsculas estaciones de los barrios residenciales; pararse en una pequeña tienda de fideos para devorar un bol de ramen; detenerse en una pequeña pastelería familiar para disfrutar de un pastelito de dorayaki elaborado artesanalmente; ir a comprar un onigiri y una estrambótica bebida al combini store de la esquina; perderse por las callejuelas de un barrio del extrarradio; entrar en una sala de pachinko; contemplar un partido de beisbol amateur en las laderas de un río…
Todos estos paisajes descritos están sonsacados de algunos de los melodramas que nos han ido llegando en los últimos años en la cartelera y conforman parte del tejido urbano del Japón contemporáneo. Son fotografías instantáneas de los usos y costumbres diarios de una inmensa mayoría de japoneses. Son momentos insertados de forma aleatoria (pero consecuentes con el desarrollo de la trama) por una serie de directores cuya aspiración personal es la de retratar el día a día de sus conciudadanos. Y asimismo, son secuencias que se catalogarían dentro de la categoría técnica del pillow-shot: un término que se patentó después de exhaustivos estudios de la obra de Ozu, viendo como éste alargaba sus estáticos relatos con muchos planos contemplativos que daban una tranquilidad al espectador. Un pillow-shot podría definirse, pues, como un plano o secuencia vacío de contenido que es utilizado para «rellenar», sin afectar el desarrollo argumental de la historia de una película, ni su sentido narrativo. A veces sirven para enlazar escenas o transiciones temporales, pero la idea es rellenar. Ozu era todo un experto y con él aprendimos como vivían los japoneses hace 70 años. Algunos de esos planos que filmaba, por la disposición adicional de los objetos en el encuadre, mantenían un orden geométrico en la composición del mismo, dando una sensación de calma “Zen” (se la ha llegado a denominar “planificación Zen ozuniana»). Del mismo modo, esta técnica le permitía ralentizar el tempo de sus filmes y brindar una sensación de calmada plenitud al espectador. Además, le servía para poder describir los usos y costumbres menos rígidos de la sociedad nipona de la época, esos momentos de la vida del ciudadano japonés que no estaban “contectados” al mundo laboral o a las obligaciones familiares (sabiéndose que una de sus temáticas principales era la familia). La producción fundacional que se estudió para llegar a definir estos parámetros fue Primavera Tardía (1949), el cum laude de esta teoría y asimismo un punto de partida ideal para apreciar el costumbrismo de otro tiempo pretérito. Otra producción suya, menos encorsetada y con una chispa cómica añadida, que también sirve de ejemplo de esta tesis es El Sabor del Sake (1962). Ambas (y otras del maestro) han sido reeditadas hace poco en nuestro país.
Con todo, la idea de la disposición armónica del plano se adscribía a la doctrina del «feng shui» (en este caso, en imágenes), una práctica habitual a la hora de redistribuir una casa japonesa, tal y como mostraba Ozu. No era casual esa armonía secuencial: si nos ponemos en contexto histórico, muchas de las más apreciadas películas del director se rodaron en la Posguerra y post-Ocupación (con un plan caótico de reordenamiento urbanístico y unas viviendas que se sostenían con pinzas). Sus películas daban serenidad a una sociedad devastada y mostraban el costumbrismo de la época. Mikio Naruse también era devoto de esta práctica, explotando aún más si cabe la parte más melodramática de sus historias, si bien, por desgracia, sus shomin-geki (películas de un realismo abrumador sobre las duras condiciones en las que vivían las gentes de barrio en los años 40 y 50) hace años que están descatalogadas. Yoji Yamada también era partidario de esa planificación armónica que, de forma natural, forma parte del pensamiento japonés, y por lo tanto, de sus usos y costumbres. Precisamente, podéis comprobar esa perfecta disposición de los objetos dentro del espacio cerrado de la vivienda en la reciente Una Familia de Tokio (2013; no por casualidad un remake del Cuentos de Tokio de Ozu), o en su melodramática La Casa del Tejado Rojo (2014).
En la actualidad, Kore-eda parece recoger el testimonio del maestro en una sociedad contemporánea en que el costumbrismo pasa por permanecer conectado a las redes sociales las 24 horas del día, y sus conciudadanos no disponen ni de un minuto para detenerse a meditar sobre lo que han hecho a lo largo del día, y menos para apreciar lo que les rodea. Los filmes de Kore-eda avanzan de manera parsimoniosa igual que los de Ozu. Lo realmente interesante es contraponer las obras de ambos realizadores y comprobar, siempre desde la distancia histórica que existe entre sus relatos costumbristas, la evolución que ha experimentado la sociedad nipona, a nivel social pero también estructural y arquitectónico. De hecho, hay bastantes directores contemporáneos japoneses que servirían para ver esta evolución en el costumbrismo de su país; directores que son hijos de la nouvelle vague cinematográfica del 97, cuyas pequeñas historias están filmadas in situ en los ambientes que reflejan, y que por lo tanto su devenir argumental se acota a localizaciones muy precisas. Por desgracia, estas películas permanecen inéditas en nuestro país (sin ir más lejos, la práctica totalidad de la obra de Shinji Aoyama o Shunji Iwai). Por lo tanto hay que ceñirse a Kore-eda como patrón base para comparar esos cambios.
La obra del mencionado Yoji Yamada también sirve parcialmente para ver esa evolución. No obstante, siempre ha optado por el gendai-geki de una época muy determinado, rehusando entrar en el nuevo milenio (sin contar el remake de Una Familia de Tokio). Su cine costumbrista permanece estancado en tiempos pretéritos: por un lado, en los momentos de mayor dificultad a los que tuvo que hacer frente Japón como nación (Kabei – Nuestra Madre y La Casa del Tejado Rojo son un buen ejemplo), por el otro, con producciones de tinte cómico que retratan una sociedad aclimatada al Milagro Económico Japonés o gente de barrio sin demasiadas aspiraciones en la vida y que disfruta holgadamente de sus rutinas (todas ellas inéditas).
Centrémonos en Kore-eda, cuyas dos últimas producciones, Nuestra Hermana Pequeña (2015) y Después de la Tormenta (2016), nos permiten adentrarnos en el costumbrismo actual de su país desde dos ángulos distintos: en la primera, viajamos a la apacible villa de Kamakura, en donde somos testigos, a través de un relato intimista y de corte femenino, de que hay un Japón paralelo al híper-tecnificado; y en la segunda, a través de un padre que debe aprender a hacer de progenitor y velar por la felicidad de su madre, que vive en un viejo danchi (unos raquíticos apartamentos hijos de la época del “desarrollismo” japonés). El realizador de vocación documentalista es especialista en mostrar los quehaceres de la gente ordinaria, remarcando que son igual de importantes que los de cualquier otro ser humano con una posición social más elevada.
El caso paradigmático lo encontramos en Naomi Kawase, prácticamente una “outsider” dentro de su país, con relatos de corte minimalista que fusionan el costumbrismo de las dos religiones oficiales del Japón de una manera absorbente: su discurso y temática entroncan con el pensamiento sintoísta, así como de otras costumbres y ritos de lugares lejanos y poco turísticos de su país (lo vemos en Aguas Tranquilas); mientras que la forma de presentar sus historias y la manera de narrarlas presentan un claro estilo Zen (solo falta comprobar el ritmo marchitado de Una Pastelería de Tokio; una herencia inconsciente del estilo Ozu, si bien también halla un cierto formalismo documentalista con el Kore-eda de Nadie Sabe). Esta realizadora de fuertes convicciones espirituales viene a corroborar, a través del cine, la unión casi simbiótica (real y empíricamente comprobable) que existe en la sociedad japonesa entre el Sintoísmo (la religión nuclear) y el Budismo (importada de China en el siglo VI). Otra manera válida, pues, de aproximarse al costumbrismo de su país.
Y las preguntas clave: ¿Interesa este costumbrismo fílmico en Japón? ¿Cómo reciben los propios japoneses estas producciones que en muchas ocasiones reflejan sus modus vivendi? ¿Acuden los espectadores autóctonos a las salas para verlas? En el seno de la industria cinematográfica japonesa, producciones como Aguas Tranquilas están contempladas dentro de los márgenes del cine independiente y sus números en taquilla son anecdóticos; no son demasiados los espectadores autóctonos los que acuden a verlas (teniendo en cuenta que en Japón viven más de 126 millones y medio de personas).Sin embargo, es una falacia afirmar que el cine costumbrista no interesa en Japón (como algunos que nunca han pisado el país, ni se preocupan en contrastar cifras de recaudación de revistas japonesas, han llegado a decir), sino, una película como Nuestra querida Hermana no hubiera amasado la barbaridad de 1 billón y medio de yenes (unos 13 millones de euros al cambio del 2015, cuando se estrenó). Igual sucede con las películas de Yoji Yamada, que, ni que sea por ser el padre de Tora-San, cuentan con el beneplácito de sus compatriotas.
¿Y en España? Sí parece interesar a un tipo de espectador cuyo segmento de edad (visto en salas) ronda entre los 45-60 o que goza de una merecida jubilación; a cierta crítica que hace la tira de años ya loaban al triunvirato de realizadores clásicos, es decir, Ozu, Mizoguchi y Kurosawa; y a una cinefilia preocupada únicamente por visionar cine de autor, tanto sea de Japón como de nuestros vecinos galos. Por qué… Kawase, Yamada y Kore-eda entrarían dentro de los parámetros del cine de autor, ¿verdad?
Con lo expuesto, los números mandan: películas como Una Pastelería de Tokio de Kawase sí pueden considerarse (siendo benevolentes) un pequeño hit del costumbrismo japonés en nuestro país (132.608 espectadores / 771.548,75 €), a pesar de que la anterior producción de la directora, es decir, la citada Aguas Tranquilas, se ahogase en la taquilla (16.155 espectadores / 89.237,40 €). A todo eso hay que sumar que muchas de estas pequeñas producciones encuentran un mayor calado en los circuitos domésticos. Mientras que Nuestra Hermana Pequeña tuvo una más que buena aceptación en taquilla por el tipo de película y por los estándares españoles (74.470 espectadores / 430.883,76 €), superando así a su anterior filme estrenado en nuestro país, es decir, la melodramática De Tal Padre, Tal Hijo, que tuvo una tibia acogida (54.980 espectadores / 342.452,16 €). La que por desgracia no se comió un rosco fue precisamente una producción de Yamada: La Casa del Tejado Rojo (17.401 / 100.505,29 €), algo sorprendente viniendo de un cineasta octogenario de su calibre que, como hemos ido comentando, ofrece un costumbrismo amable de otros tiempos, como demuestra su, por ahora inédita, Living with my Mother (estrenada en Japón el 12 de Diciembre de 2015).
De todos modos, gusten o no, hagan o no taquilla, el costumbrismo cinematográfico japonés parece que nunca desaparecerá de nuestras carteleras: se ha instalado de forma más o menos regular para constatar que la plenitud de gozar con una historia sencilla es el mejor remedio para aligerar el estrés diario. En definitiva, un método de relajación a través del cine y una forma de permeabilidad cultural que permite comprender el orden y modelo social del país del sushi. Y es que, tal y como dice Yoshiko, la madre del protagonista de Después de la Tormenta: <<la vida es más sencilla de lo que parece o de cómo nos la montamos>>.
Eduard Terrades Vicens