La escena inicial con la que se abre A Sun es visceral, eléctrica… La cámara se mueve nerviosa por los recovecos de un restaurante siguiendo a dos chavales que parecen avanzar con un objetivo fijo, hasta que se para delante de una mesa. Lo que ocurre allí es digno de cualquier homenaje a El Padrino de Coppola. Impetuosidad seca, cortante, con una pátina de humor macabro salpimentando el guiso. Tras ese arrollador pistoletazo de salida las aguas se calman. Las hechuras de thriller salvaje exteriorizado mutan en pasajes menos trepidantes y más dramáticos.
Ahora importan los demonios interiores y cómo domesticarlos. El hecho concreto se bifurca de manera endiablada en un ramillete de motivos y consecuencias que atrapan a unos personajes que buscan asirse a imposibles que no les lleven a la deriva absoluta. Nada es lo que parece y cualquier paso que uno cree que da hacia adelante puede tratarse de un retroceso. Nunca unas reuniones familiares habían destilado tanta tensión. ¿Qué salida tomar cuando tanto las palabras como los silencios pueden actuar como elementos de tormento? ¿Cómo afrontar la esperanza cuando se busca la luz y resulta que ésta es tan abrasadora que no permite el cobijo?
A Sun sorprende, presentando interacciones inesperadas entre un conjunto de personajes memorables y bien interpretados, cada uno de los cuales tiene buenas razones para comportarse como lo hace
A Sun sorprende, presentando interacciones inesperadas entre un conjunto de personajes memorables y bien interpretados, cada uno de los cuales tiene buenas razones para comportarse como lo hace. Si uno de ellos decide bañar en mierda a quien considera que no le está siendo leal, pues está justificado. Que otro opta por otro tipo de drasticidad más ilegal para salvaguardar el único halo de esperanza que le queda, pues actúa con total impunidad en plan Sr. Lobo de Pulp Fiction, y si un tercero cuestiona todo el funcionamiento educacional de un sistema que hace aguas por todos lados, pues se verá acusado de conspirador y en consecuencia lastrado al ostracismo social. Toda acción-reacción sirve para radiografiar y en cierta medida criticar un país de manera soslayada pero a la vez punzante. Las miradas se pierden en el horizonte carcomidas de dolor e incomprensión. La realidad es tan inasumible que todo lo que no sea canalizar la rabia se convierte en superficial. Los lazos familiares fortalecen el amparo a base de aceptar las decisiones propias fruto de la soledad de la pérdida y las del resto del clan, aunque eso suponga encontrar puntos de fuga en los espacios más insospechados, por ejemplo buscando fantasmas en los callejones o en aquellos lugares donde debería reinar el sosiego y, sin embargo, se da rienda suelta a la contención.
Quizás en el primer tramo de la película, momentos en los que el director va colocando las diferentes piezas en el tablero, el ritmo de la narración pueda adolecer un tanto de parquedad, y los más críticos también pueden poner el dedo en la llaga a la hora de reclamar más protagonismo para algunos secundarios que deberían haber disfrutado de un poco más de recorrido e intención, pero una vez que el efecto dominó funciona como tsunami emocional de alegrías y pesares, los méritos de la propuesta se enfilan hasta atraparnos en una tela de araña de pasiones encontradas de la que es imposible escapar.
Chung Mong-hong, quien ejerce labores de director y guionista, consigue algo que volvería loco a cualquier matemático: que dos más dos siempre sumen tres. ¿Asombroso? Hay que paladear las más de dos horas y media de metraje para entender el truco. No es un castigo, es una bendición. Y lo plasma en pantalla de una manera tan lógica y efectiva que no nos queda otra que quitarnos el sombrero, quizás porque nos hemos desacostumbrado a que nos hagan reflexionar; porque estamos instalados en una mediocridad en la que se nos da la papilla a cucharones para desaconsejarnos leer entre líneas. En A Sun se plantean cuestiones que todos deberíamos afrontar. Todo parte de sentencias de Confucio tan arraigadas en la sociedad del país del tipo: «aprovecha el día; decide tu camino». Y a partir de aquí, todos los espectadores invitados a evaluar sus preceptos a través de un examen de conciencia: ¿vives según tus lemas?; ¿has hecho todo lo posible por alcanzar tus objetivos?; ¿se puede llegar realmente a perdonar?…
En la ciudad de Chiayi, para quien no lo sepa, existe una sorprendente iglesia taiwanesa con forma de zapato de cristal, una megaconstrucción que parece haber salido del cuento de La Cencienta, una atracción turística que puede parecer un tanto kitsch pero que tiene una intrahistoria muy trágica: en los años 60, en esta zona del país, hubo muchas chicas que contrajeron la enfermedad del «pie negro», una especie de gangrena que era provocada por beber agua contaminada con arsénico y que en el peor de los casos, acababa con la amputación de los pies afectados. Esto impedía a esas mujeres cumplir uno de sus principales sueños, casarse con zapatos de tacón. Ahora el monumento se ha convertido en símbolo de modernidad. Los taiwaneses nos quieren decir que siempre hay que dar un paso adelante ante la situación más desgraciada.
Pues el cine taiwanés en general y A Sun en particular confirma algo que ya empieza ser vox populi en los corrillos cinéfilos: estamos ante una cinematografía cincelada a base de imágenes impactantes y poderosas que hay que tener muy en cuenta. Tesoros por descubrir que están esperando a todos aquellos que busquen algo diferente y quieran apartarse de la apática tónica general.
Por Francisco Nieto