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In memoriam Isao Takahata (1935-2018)

07/04/2018

Cuando era pequeño me deleitaba con la apacible vida que aparentemente llevaba Heidi en los Alpes suizos; en la pubertad descubrí que un ladrón de guante blanco llamado Lupin III me entretenía a primera hora de la mañana antes de ir al colegio; de adolescente me impactaron tanto las miserias mostradas en La Tumba de las Luciérnagas que fue el detonante para que indagara en su trasfondo histórico y tuviera una perspectiva más amplia de la II G.M.; y ya de adulto fabulé en como hubiera sido mi vida si hubiese nacido en una ciudad japonesa mediana y formara parte de una familia modélica como la que se representa en Mis Vecinos los Yamada. ¿Qué rasgo común tienen todos estos animes? No hay que ser un lince, ni muy perspicaz para saberlo, ya que todos pertenecen a un mismo creador que nos ha dejado por culpa de un cáncer de pulmón: Isao Takahata.

La mitad del Studio Ghibli, como algunos se han apresurado a llamarlo, no ahora, sino desde siempre. En realidad, podemos afirmar que representaba una tercera parte de la compañía que ha posicionado la animación japonesa en el sitio que se merecía, pues otro de los hombres fuertes ha sido, desde su fundación, Toshio Suzuki. Pero por encima de directivo, el bueno de Takahata ha sido un artesano; y antes que director, un narrador de primer orden. Un cuentacuentos de los que escasean. Así empezó a demostrarlo en la Toei encargándose de algunos episodios aislados de Ken, el Chico Lobo (1963-65) y en sucesivas series en las que se encargaba de realizar detallados storyboards.

En aquella época (aún de aprendizaje) se cruza en su camino el que con el tiempo sería su mejor amigo y posterior socio de Ghibli: Hayao Miyazaki, con el que compartieron equipos de trabajo en distintas ficciones televisivas. Y en 1968, ambos debutan con su primer largometraje: Las aventuras de Horus, el Príncipe del Sol, que se vio envuelta en una polémica absurda al malinterpretarse le evolución de la trama como un filme marxista. En realidad, ambientada en el norte de Europa, en la Edad del Hierro, y basándose en una leyenda escandinava, el filme retrata el sentimiento de colectividad de un pequeño poblado que se ve amenazado por una fuerza invisible, y como un muchacho qué vive aislado de la civilización se convierte en el héroe del grupo. Digamos que se estrenó en un momento de fuertes protestas y manifestaciones estudiantiles; el marxismo calaba entre la extrema izquierda y ambos amigos se sintieron fascinados por las ínfulas marxistas. Dejando arrinconada esta anécdota, lo cierto es que los diseños de los personajes y los fondos (ya preciosistas) indican el futuro prometedor de ambos animadores. Takahata se llevo seguramente el mayor mérito porque se encargo de la dirección.

De la Toei emigraron a la A-PRO, donde conocieron al desaparecido Yoshifumi Kondo (la tercera piedra angular con respecto a jerarquías de animadores en Ghibli). Viendo el currículo y la calidad de los cels de los tres, los directivos de la A-PRO les confían la producción de un proyecto infantil que tenían en mente; una producción que tenía que ver con el revuelo mediático que habían generado los dos grandes pandas que el gobierno chino había regalado al zoo de Ueno de Tokio en 1972. Esta donación revivió el parque: tal es así que se formaban quilométricas colas a las puertas del zoológico, día tras día, para poder verlos y darles de comer bambú. Un fenómeno social que tuvo la respuesta en dos mediometrajes: Panda Ko-Panda (1972-73). Takahata una vez más se encargó de las labores de dirección y Miyazaki del guion.

Dos años más tarde, la Zuiyo Pictures (antes de ser absorbida por la Nippon Animation) les ofrece un contrato irrechazable: les propone formar parte de su plantilla estable para que se integraran en el proyecto World Masterpiece Theater, que consistió en la confección de series animadas destinadas a los más pequeños, adaptando clásicos literarios; fue un contenedor pensado para la Fuji TV, en la franja horaria comprendida entre las 7:30 y las 8:30 de las mañanas de los domingos. De entrada, se harían cargo de aquella serie que mencionaba al principio de una niña de pómulos bermellones que vivía correteando con su cabra en lo alto de las montañas con su amigo pastor. Heidi (1974) tendría una gran respuesta de público, incluido en nuestro país. Y es que la novela de la escritora suiza Johanna Spyri era muy conocida por los niños de la época. Igual de apreciada y exitosa resultó Marco (1976), aunque este “culebrón” protagonizado por un niño y su albina mona en busca de su enferma madre ha resistido peor al paso de los años, y tal vez sea culpa de su paroxismo dramático (demasiado acentuado y exagerado en muchos de sus 52 capítulos). Luego llegarían sus colaboraciones para El perro de Flandes (1976) y Anna de las Tejas Verdes (1979). En esta última Takahata sería nombrado animador principal y director en chef, e incluso llegó a implicarse en el remake animado para cines del año 2010. Como vemos, en esta primera etapa el trío Takahata-Miyazaki-Kondo era indisociable (podéis intercambiar de posición los nombres porque el orden del factor no altera el producto). Pero Takahata quería emanciparse y probar suerte por su cuenta (del mismo modo que hizo Miyazaki cuando se envalentonó con su primer filme en solitario: El Castillo de Cagliostro).

¿Alguien se acuerda de Goshu, el violoncelista (1982)? Apareció en VHS a mediados de los 90 a través del sello “Anime” de Manga Films y se pudo ver en algunos canales autonómicos. La película narraba las desventuras de un joven aprendiz de violoncelista que no le ponía demasiado empeño en lo que hacía, hasta que encontraba a los mejores espectadores posibles: los animales de un bosque, que le ayudaban a entender el significado y la emoción que sus notas musicales podían desprender si le ponía pasión tocando el instrumento. Un filme peculiar, previo a la gestación del Studio Ghibli, que marca el devenir narrativo de su filmografía posterior. Y es que Takahata no era amante de los clímax finales muy apuntillados, ni intensos, sino que optaba por una narración más lineal. Las tramas de sus películas forman parte de un todo, e incluso a veces da la sensación de que éstas ya hace rato que han empezado, como si diera por hecho que ya conocemos a los personajes que aparecen en pantalla o aquellos elementos de contextualización que resultan indispensables para la trama (a veces son apuntes históricos, otros de localización… en tal caso lo suple introduciendo una narración en off en tercera persona). Esta manera de narrar hace que sus películas sean muy fluidas y este tal vez es el matiz diferencial de su estilo; su rasgo estilístico principal.

Igual de peculiar resulta la inédita por estos lares Jarinko Chie (1981), que trata de como una niña de tan solo ocho años debe hacerse cargo del negocio que había pertenecido a su padre alcohólico. La historia transcurre en un distrito obrero de la ciudad de Osaka y se trata de la adaptación de un manga de género “gekiga” (imágenes dramáticas) escrito e ilustrado por Etsumi Haruki (publicado por Futabasha en Manga Action entre 1978 y 1997). Es una producción clave en su filmografía y en su evolución temática ya que por primera vez muestra la cara más amarga de su sociedad, y de ese leit motiv que se convertiría en marca de la casa en sus obras y por ende del Studio Ghibli: como el mundo de los mayores acecha el reino de inocencia y pureza de los más pequeños, y como estos deben madurar a marchas forzadas y convertirse en personitas adultas.

Esta involución de roles, esta destrucción del mundo infantil cobra mayor intensidad y dramatismo en La Tumba de las Luciérnagas, su tan laureada visión sobre los horrores y las penurias que cualquier conflicto bélico provocan en la población civil, y más concretamente de la participación de Japón en la II G.M. Tal vez, esta visión tan descorazonada y cruda sobre el instinto de supervivencia de dos hermanos que lo han perdido todo a finales de la contienda no es la más indicada para los más pequeños de la casa, pero lo cierto es que en su país se estrenó en la primavera del año 1988 en programa doble con la afable Mi Vecino Totoro. El filme está basado en la novela homónima del escritor Akiyuki Nosaka (publicada en 1967), en la que el autor plasmaba sus propias experiencias personales. Es sin duda la película que posicionó internacionalmente a Isao Takahata a pesar de que aún no se encontraba, ni mucho menos, en el cenit de su carrera. Es tan devastadora que es imposible no emocionarse con las desventuras de estos dos huérfanos que son meras víctimas de un conflicto mayor; el poso de desolación que te deja hace que te plantees la suerte de que hayamos nacido en este momento de la Historia. Además, junto a La lista de Schindler de Steven Spielberg y El pianista de Roman Polanski, está considerada como una de las mejores películas antibelicistas de todos los tiempos, a pesar de que esta interpretación nunca había terminado de convencerle al propio Takahata. Un hombre modesto, sin duda.

De su modestia también nace su voluntad de retratar la vida de las gentes de campo, de los ambientes rurales y el respeto que, e igual que su compadre Miyazaki, sentía por la naturaleza. Si a ello le unimos otra de sus obsesiones como es el afecto que siente por las sensaciones y recuerdos que provocan nostalgia, sale como resultado uno de los filmes que a menudo tienden a olvidarse de su dilatada filmografía: Recuerdos del Ayer / Only Yesterday (1991). Una vez más se trata de la adaptación de un manga, esta vez de corte costumbrista, ideado por el tándem Hotaru Okamoto y Yuko Tone (en su momento editado por la editorial Dolmen). La historia sigue las “vivencias vacacionales” de una joven de veintisiete años que pide permiso en su trabajo para pasar unos días en la casa familiar del pueblo de su cuñada. Ya en el viaje los recuerdos le evocaran una época lejana, aquellos maravillosos años 60 (para ella, porque en aquella época la sociedad japonesa vivió un largo período convulso de fuertes protestas sociales; no obstante, Takahata prefiere centrarse en las pequeñas cosas). La animación plasma los ambientes del municipio de Takase de la prefectura de Yamagata (famosa por su sake y sus terrazas de arroz) y sirve para filmar, acetato a acetato, las maravillas del entorno natural del lugar, lo que la convierte en una de sus producciones más paisajísticas. Siempre se tiende a olvidar a Only Yesterday de su catálogo animado, y es una lástima porque sin duda tiene uno de los storyboards más bellos de su carrera: la recreación de los pasajes bucólicos y el ambiente rural se mimetizaba con la realidad. Cuando pisas las áreas rurales de las distintas prefecturas del Japón te das cuenta del enorme trabajo de recreación que hizo Takahata y su equipo.

Sin embargo, son muchos los que defenderán El cuento de la princesa Kaguya (2013) como la más preciosista y paisajística de su carrera. Y no se equivocan. Cada fotograma de la película es un lienzo. Y seguramente también es justo decir que es la más japonesa de todas, pues adapta una famosísima leyenda que todo niño japonés que se precie conoce porque sus padres o sus abuelos le habrán contado o leído alguna vez en su vida. Efectivamente, se basa en el cuento popular Taketori Monogatari (lit. La historia del cortador de bambú), considerado uno de los más antiguos del Japón (alrededor del siglo X). La historia versa sobre una pareja de ancianos que ya no pueden concebir hijos, y un día, mientras él corta bambú se encuentra con la sorpresa de que en el interior del tallo aflora una preciosa niña. Deciden adoptarla y a partir de entonces, cada vez que el anciano talla bambú, de su interior emana oro, hasta el punto que prosperan y construyen su propio palacio. Ya siendo toda una mujercita, Kaguya recibe cada vez más pretendientes, a los que rehúsa porque no cumplen sus expectativas, ni las pruebas que les impone. Un día confiesa que en realidad es una selenita y que los suyos la vendrán a reclamar. Sus padres no logran convencerla para que se quede con ellos, y estos, después de que se vaya y borren de su memoria que fue su hija, vuelven a su antigua vida humilde. La humildad, otro de los valores que intentan transmitir sus producciones. Para el caso, apoyada por una historia que no es novedosa, ya que es la reinterpretación en forma animada de este folclórico y arcano cuento, pero que suple con una factura técnica exquisita. El poder de seducción del filme recae en la animación, cuya paleta de colores intenta imitar las texturas de los cuadros pintados con pastel, con una finura que nos hace retroceder a aquella animación artesanal que muchos reclamamos (ojo, porque eso no quita que sigue estando realizada con tabletas digitales).

Esta técnica animada de simular colores pastel ya la había utilizado Takahata en un revolucionario filme de tinte cómico: Mis Vecinos los Yamada (1999), una sitcom urbanita y familiar, cuya narración estaba confeccionada a través de breves sketch que plasmaban la cotidianidad de una familia típica y tópica del Japón contemporáneo. Rodado de esta forma se acercaba a la esencia de las tiras cómicas originales (yonkoma / manga de 4 viñetas) que el satírico dibujante Hisaichi Ishii venía publicando desde 1991 en el diario Asahi Shinbun, y en las cuales se basó Takahata para elaborar tan curioso filme. Cuando presentó el proyecto dejó desconcertado al más extraño, y en las entrevistas dijo que simplemente quería divertirse creando una película más ligera de contenido. Eso sin obviar esos valores que creía que eran importantes en la vida y que había ido incluyendo en sus obras anteriores (el esfuerzo, la comprensión y el respeto hacía los demás, la familia como eje importante de un individuo…). Sin pretenderlo, firmó una película de autor, construida a base de mini capítulos separados por intercaladores con haikus del poeta Basho, que, vistos en conjunto, dan una coherencia interna a la película. Deliciosa. Una obra atípica y sui generis de su filmografía.

Dejo para el final la que para mí es la mejor de entre todas las películas que animó Takahata, Pompoko (1994). Lo pienso por distintos motivos que argumentados constituyen la mejor prueba de que se trata de su obra magna: primero porque fue la que hizo descubrir su cine a muchos (algunos ex aequo con La Tumba…), y con ella a los simpáticos tanukis (los gordinflones y traviesos mapaches nipones) y a sus gigantescos cataplines (divertido atributo desde tiempos antediluvianos que saca a relucir sus poderes mágicos). Segundo por su conglomerado temático: unir costumbrismo con fantasía, elementos del sintoísmo y del propio folklore japonés con el ecologismo, así como ciertas problemáticas de la sociedad japonesa, en un mismo relato fue una auténtica osadía que la convierte en una película única. Tercero porque la pueden disfrutar tanto niños como adultos (bueno, como otras de Ghibli, diréis, pero el mensaje transversal es tan potente…). Cuarto por su deliciosa banda sonora, que combina varios estilos musicales en función de cada situación escénica (desde el folklorismo regional mediante canciones populares a la música instrumental clásica, pasando por ritmos tribales, la salsa o incluso el bolero). Y finalmente porque su elaborada animación sigue estando muy por encima de la media de la mayoría de las películas animadas de nueva cuña, aquellas que todo el mundo alaba por sus espectaculares efectos digitales sin tener en cuenta como se producía el anime de antaño.

Takahata pertenecía a esta escuela de animadores que aun eran partidarios de utilizar la animación tradicional, animando fotograma a fotograma con el sistema de acetatos, aunque era consciente que para reducir tiempo la tecnología era un buen soporte, y de hecho fue un pionero en la materia (la nombrada Mis Vecinos los Yamada fue enteramente realizada por ordenador). Pero sabía perfectamente que un anime debía tener el alma del creador, esa llama que provoca que el público se emocione con las imágenes que está viendo, aunque estas sean confeccionadas digitalmente. Y Takahata sabía como lograr texturas artesanales mediante la animación digital.

Ahora nos deja un legado muy importante, un cofre del que emanan emociones por doquier y que debemos preservar para las futuras generaciones. Takahata, a pesar de estar a la sombra mediática de Miyazaki (o esa es la percepción que siempre ha dado o le han impuesto algunos medios de comunicación internacionales), era un cuentacuentos de los de antes y de los que cada vez quedan menos. Ahora se podrá reencontrar con los tanukis, con Seita y Setsuko de La Tumba de las Luciérnagas, o tal vez haya emprendido un largo viaje hasta la luna para vivir al lado de Kaguya. Sea como fuere, una parte de él seguirá siempre con todos los que amamos la animación en general, y en particular, su arte.

Eduard Terrades Vicens

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