De su cine, una ventana a la China posmoderna, emana una infinita tristeza avalada por la encrucijada sociopolítica de una nación abierta a la globalización y al capital en el que los jóvenes no encuentran su sitio. El estreno en España de Más allá de las montañas (vista en el Festival de cine de San Sebastián tras alzarse con el premio al mejor guión en Cannes) de la mano de Golem Distribución el viernes 20 de mayo, invita a dejarse seducir por una de las filmografías más apasionantes del nuevo cine chino.
A Jia Zhangke no le gusta Hero ni La Casa de las Dagas Voladoras, y en general recela del entreguismo industrial de Zhang Yimou y demás baluartes degradados de la Quinta Generación. Una dicotomía ésta inherente a las tensiones creativas existentes entre la vieja guardia pretoriana del cine chino, la generación Tiananmen, y los cachorros nihilistas de la Sexta Generación y del lobby underground que no sabe de manifiestos ni de insolencias colectivas. Individualista hasta el tuétano, como la inmensa mayoría de sus coétaneos, Jia es hijo putativo de su tiempo, de una China transicional, a imagen y semejanza de aquella otra China puente del Guomindang, de generaciones perdidas, que camina torcida con un pie en las páginas del libro rojo y otro en las arenas del capitalismo sin riendas, en el limbo de una modernidad cebada de contrastes y, por consiguiente, de agujeros negros. Una China bipolar ensimismada en la encrucijada de una metamorfosis socialmente traumática que se mofa de sí misma cuando vuelve la vista, que quiere presumir de cosmopolita pero que en el fondo todavía zozobra cuando saca pecho y su intensa raigambre rural le rebaja los humos. De esa tierra de nadie, a caballo entre dos sistemas, dos modelos de civilización y de estructuración social, en un colchón de hipocresías, paradojas y sueños rotos se nutre el director de The World, campesino emigrante en la gran urbe a mucha honra. En semejante contexto el relativismo, el individualismo feroz, la rebeldía apolítica y en cierta manera asocial, son inevitables. La desazón, la ruptura con el ADN nacionalista, el desencanto con una señas de identidad crecientemente difusas y la colisión entre autoritarismo y liberalismo carroñero, entre la China de ayer y la de mañana, han dado a luz una intelectualidad retraída, encerrada en sí misma e incapaz de otear horizonte alguno más allá de las particulares circunstancias de cada cual.
Jia Zhanke es la materialización modélica de esa reclusión voluntaria en el propio universo que abanderan, sin orden ni concierto, todos los cineastas de la Sexta Generación y sus satélites. Nacido en Fenyang, una ciudad modesta de la provincia de Shanxi, Jia no reniega de sus raíces rurales, ni ahora ni cuando sus compañeros en la Academia de cine de Beijing le despreciaban por vulgar campesino, ni cuando la crítica cosmopolita denuncia el exacerbado localismo de su cine y la imagen presuntamente distorsionada que de la China ultramoderna dan sus pedazos de celuloide. Un discurso esgrimido a la sombra de Pickpocket, Plattform y Unknown Pleasures, las tres ubicadas en su Fenyang natal, que quedó obsoleto con la puesta en pie de la película que le dio la llave del mainstream chino: The World, la primera incursión de Jia Zhangke en el overground después de siete años de tránsito clandestino por las tinieblas de la industria. A pesar de las disonancias con la Quinta Generación, más con sus dinámicas claudicantes que con sus principios fundacionales, el joven y prolífico cineasta chino puso el primer ladrillo tal como lo hicieron en su día Zhang Yimou o Chen Kaige, metiendo el hocico en las salas europeas de arte y ensayo, seduciendo a Occidente con un discurso cinematográfico decididamente europeísta, con una filosofía del encuadre de matriz neorrealista con mucho de Bresson o De Sica, un cine milagrosamente universalista a pesar del orgulloso autoctonismo de sus atmósferas.
Jia le debe mucho a la piratería. Su cine, hasta The World, fue sistemáticamente censurado por las autoridades competentes y vetada su exhibición en China, por eso es un cineasta del mundo, de la globalización, a pesar de que glose sus perversas consecuencias en los márgenes de sus películas. Paradigma de la independencia en un contexto en el que caminar de la mano de la industria pesada significa plegarse al rodillo devastador del partido, Jia Zhangke es indie por decreto, por impulso de subsistencia, no por vocación ácrata ni en virtud de ninguna pose autopromocional. Como casi todos sus colegas de generación su maldición es sacarse las castañas del fuego a sabiendas de su condición de maldito en su propia tierra. Festivales aparte el único cauce espinoso para dar salida nacional a sus portentosos poemas contemporáneos fue, hasta hace cuatro días, el mercado clandestino destinado a voraces consumidores de cine off, las universidades y algún foro cerrado para amantes de los placeres prohibidos. Jia es un superviviente, un todoterreno que ha esculpido su currículum gracias a su funambulesca capacidad de adaptación: Pickpocket se filmó con cuatro perras gordas, una cámara de 16 mm y una tropa de actores no profesionales que no vieron un yuan por su concurso en el proyecto. El cineasta de Shanxi sabía bien a qué monstruo se enfrentaba: en China las producciones en semejante formato estaban vetadas, todo lo que no fuera 35 mm no tenía sitio en el circuito comercial. El líquido, muy escaso, llegó de Hong Kong y Zhangke hizo bueno aquel axioma que sugiere que no hay películas pequeñas, sólo cineastas pequeños. Siguió erre que erre caminando por la misma cuerda con el martillo censor en el cogote. Para su segundo proyecto, Plattform, y gracias la excepcional acogida internacional de su ópera prima, obtuvo apoyo financiero de Francia y del mismísimo Takeshi Kitano, pero el mercado chino seguía cerrado a cal y canto. En su tercer proyecto, Unknown Pleasures, contó nuevamente con capital franco-japonés y, como novedad, dinero surcoreano.
Como la práctica totalidad de pilares de la Sexta Generación, Jia Zhangke depende, para poder subsistir, del aporte extranjero, o del capital privado, en términos de producción y de una exhibición global, con el trampolín de los festivales como único punto de apoyo, para rentabilizar el esfuerzo de sus habituales inversores. En 2004 Jia filmó su primera cinta urbanita, su primera incursión más allá de los límites de su ciudad natal, y su primer homenaje al urbanismo desintegrador de Beijing, donde tiene fijada su residencia desde hace unos cuantos años. Por fin el mercado chino le abrió las puertas, su cine abandonó la clandestinidad y llegó el visto bueno gubernamental. Por ser quizá su película políticamente más ambigua, o por la benevolencia de los nuevos órganos censores del aparato estatal, The World acabó con el ostracismo del precoz maestro. The World es rara avis en el contexto de la filmografía de su director, pero sólo hasta cierto punto. Los personajes de los filmes de Jia Zhangke son coetáneos y en ésta, no hay excepción. Seres engullidos por el dilema alienante de los nuevos vientos, de una modernidad caníbal, supervivientes entre salarios miserables o pillaje (Picpocket), daños colaterales del capitalismo incipiente, de los nuevos modelos relacionales entre el trabajador y el trabajo. Una juventud sin brújula ni norte, claustrofóbica, cuya rutina, lejos de referentes colectivos o cohesiones comunitarias, es una pelea de uno contra el mundo. El de Jia es un cine rabiosamente espontáneo que sabe, como el de Wong Kar-Wai o Hou Hsiao-Hsien, transformarse, mutar sobre el terreno ajustándose a los imperativos materiales del rodaje. El guión es pues un elemento en constante movimiento que cambia el semblante a medida que los diferentes ámbitos afectivos toman contacto. Es así, real como un jirón de piel, porque se nutre de lo ínfimo, de esa diáfana tristeza que emana de debilidades de carne y hueso. Es un cine generacional, sobre los abismos comunicativos de una juventud que busca asideros para mantenerse a flote, pero no siempre los encuentra. No hay tantas diferencias entre esa juventud errante y acomodada en la precariedad de los claroscuros urbanos de la capital en The World y esa otra pasmada, agarrada a la esperanza volátil, etérea, del amor, del calor humano, de la trilogía de Fenyang con sus irrespirables paisajes industriales y sus barriadas deprimidas.
La Presa de las Tres Gargantas dejó tras de sí una estela de dos millones de realojados, seiscientos treinta kilómetros cuadrados de territorio chino anegado bajo las aguas y el fantasma de diecinueve ciudades y trescientas veintiséis localidades de variables dimensiones, flotando en el aire de otros tantos enclaves refundados, de recuerdos subacuáticos, cuya nostalgia se proyecta hacia un pasado devorado por la extraña marea que palidece en las entrañas mismas del Yangzi. Desde que en 1994 se diera luz verde al proyecto, barruntado por las autoridades chinas desde el ocaso imperial, allá por 1911, la polémica ha salpicado sin descanso en el escaparate, desde dentro y desde fuera de China. Naturaleza Muerta es el tributo de Jia Zhangke a esa China olvidada y desguazada, a los estertores traumáticos que vaticinan la inminencia del ocaso y que evocan, entre líneas, la nostalgia decrépita de un modelo sociocultural en ruinas. Esa China que enfila la senda del progreso y la industrialización estajanovista por la vía del desmantelamiento no orgánico de las estructuras preexistentes, acuñando el espejismo de una modernidad perentoria insensible ante las distintas velocidades de incorporación a la misma por parte de sus diferentes actores, discurre susurrada en el tapiz hiperrealista de Jia, brotando desde la paradisíaca antítesis del hiperrealismo objetivista y catastrofista en cuyos paradigmas, no obstante, descansa la mirada límpida y la interiorización del universo desvanecido. Y no es académica ni heterodoxa la proyección cronística de esa China rezagada porque como en The World, Jia apunta y legitima angostos espacios de abstracción, minúsculas utopías, símbolos intrusivos, que se deslizan entre bastidores cuestionando el determinismo reduccionista de la representación verista e inevitablemente conclusiva.
Estrenado como complemento a Naturaleza muerta, Dong es un documental realizado en el mismo lugar y al mismo tiempo que la ficción: el cineasta acompaña a su amigo, el pintor Liu Xiaodong, que trabaja, con los medios de su arte, la misma materia que Jia Zhangke con Naturaleza muerta, una serie de gigantescos lienzos figurativos de un grupo de obreros derrumbando edificios en Fengiie, en una zona destinada a la demolición. El propio Jia Zhangke lo comentaba así: “He cogido la cámara para seguir al pintor Liu Xiaodong. He viajado desde la ciudad de Fengjie hasta Bangkok, de las montañas a las ciudades tropicales. Frente a mí han aparecido diferentes grupos, uno constituido por hombres y el otro por mujeres, salidos de las dos ciudades que he visitado. Dos ciudades muy alejadas la una de la otra, pero en las que las condiciones de vida son extrañamente similares. Sin buscarlo realmente, he descubierto gracias a este viaje la verdadera mentalidad asiática”.
Otra visita a la China actual, esta vez la crónica de la deconstrucción de una fábrica de componentes para aviación y municiones en la ciudad de Chengdu, de la que dependían unos 30.000 trabajadores dedicados a ella no solo como profesión, sino como forma de vida, es su siguiente trabajo 24 City. Como punto de partida la demolición de la fábrica de propiedad estatal, reemplazada hoy por un complejo de viviendas de lujo gigantesco llamado Ciudad 24. Si Naturaleza muerta era el escaparate del desarraigo de miles de personas desubicadas y puestas a trabajar en la presa de las Tres Gargantas, esta vez, también a modo de documental, moviéndose en la frontera entre ficción y realidad, nos ofrece una alegoría del paso inverso, materializado en la construcción del complejo residencial sobre la base de la destrucción de casi todo aquello por lo que lucharon quienes fueron trasladados desde otros lugares en 1958 para crear de la nada una urbe industrial, hoy en vías de desaparición, cediendo paso a la nueva modernidad, la especulación, los servicios financieros y el lujo como adalid de felicidad para las nuevas generaciones.
Tras examinar en sus películas durante décadas los cambios históricos en China, Jia Zhangke ha desarrollado un creciente interés por la historia, descubriendo que las causas de casi todos los problemas a los que se enfrenta la China contemporánea pueden encontrarse dando forma a las profundidades de su historia. Este es el origen de su siguiente propuesta, Historias de Shangai (I Wish I Knew). En la China continental y también en Taiwán, la auténtica naturaleza de muchos acontecimientos de la historia moderna del país ha sido escondida por aquellos que se encontraban en el poder. Como un huérfano ansioso por saber la verdad sobre sus orígenes, el director siente la necesidad de saber lo que había más allá de las narraciones históricas oficiales, es decir, ¿Qué habían experimentado realmente los individuos? Así que el realizador visita Shangai con su cámara, siguiendo los pasos de la gente de la ciudad que se marchó a Taiwán y a Hong Kong. Shangai está fuertemente unida a las vidas de casi todas las figuras históricas importantes de la historia moderna de China. Y los acontecimientos de gran significado en la vida de la ciudad llevaban a los habitantes de Shangai a vidas llenas de dolor y de separaciones de por vida.
En 2013 el director regresaría con Un toque de violencia, película que tras pasearse por medio mundo, todavía tiene pendiente su estreno en China (donde fue prohibida). La película se alzó, contra todo pronóstico, con el Premio al Mejor Guión en una edición como la de Cannes 2013 en la que tuvo que competir con auténticos pesos pesados: La vida de Adele, de Abdellatif Kechiche, Inside Llewin Davis, de los hermanos Cohen, Heli, de Amat Escalante, Le passé, de Aghar Faradi. Un toque de Violencia nos remite a cuatro historias cruzadas de cuatro personas que suceden en cuatro provincias distintas de China: un minero indignado por la corrupción imperante en la empresa en la que trabaja que deberá tomarse la justicia por su mano cuando sea amenazado y atacado por aquellos que atesoran riqueza y fortuna a partir de la explotación del más débil; un emigrante que vuelve a casa por Año Nuevo para honrar la figura de su madre en su setenta aniversario descubre las infinitas posibilidades de éxito económico que le puede proporcionar poseer un arma, que igual utiliza como improvisado fuego artificial que le sirve para atracar y matar a quemarropa a un ciudadano que acaba de sacar dinero de un banco; un joven obrero va saltando de trabajo en trabajo intentando mejorar de vida, aunque todos sus esfuerzos por llevar una vida normal se verán truncados cuando por una serie de circunstancias opresivas se dé cuenta de que no existe salida posible a su situación de constante precariedad, y una guapa recepcionista de una sauna quien mantiene una aventura con un hombre casado y con hijos y que deberá bregar con la imposición masculina imperante en la figura de unos clientes que se quieren sobrepasar con ella. Un toque de violencia es una película notable en la que su autor suministra las dosis exactas de conciencia analítica sobre un tiempo que le atañe y que le preocupa. Sin nostalgia alguna ni lugar para la añoranza del recuerdo privado construye un relato simple, potente y testimonial que no deja indiferente.
El mundo según Jia Zhangke no es un lugar acogedor, es, por contra, un desierto de oasis dispersos, su cámara busca inquieta las esquinas íntimas de esa geografía árida del desconcierto. El amor, el roce emocional es la única válvula de escape en una sociedad de valores renqueantes que avanza a la velocidad de la luz hacia una ingrata modernidad en la que muchos no encuentran ni encontrarán su sitio entre tanta disfuncionalidad. La China posmoderna no tiene ni tendrá mejor fotógrafo.
Ampliación realizada por Enrique Garcelán de un reportaje original de nuestro colaborador y amigo Roberto Piorno.