Dicen que la literatura japonesa está de moda… Y algo de verdad habrá, cuando autores como Haruki Murakami, Banana Yoshimoto, el otro Murakami, Ryu, o clásicos como Natsume Soseki, Tanizaki, Mishima y muchos otros, se han convertido en referencia para miles de lectores de nuestro país. Sin embargo, con contadas excepciones, el panorama editorial español sigue dejando al margen uno de los aspectos más apasionantes de la literatura nipona: los géneros populares y de ficción fantástica. Pero ahora, eso va a cambiar.
Es cierto que, de cuando en cuando, se publican en castellano algunas novelas policiales japonesas, más o menos recientes. Desde luego, hay ediciones también de obras de claro sesgo fantástico e incluso terrorífico, de autores como Akutagawa, Kobo Abe o Tanizaki. Pero, como se deduce de tales ejemplos, se trata siempre o casi siempre de escritores ampliamente aceptados por la corriente general. Autores de altura y calidad indiscutibles, comparados habitualmente con equivalentes occidentales de la talla de Kafka, Joyce, Camus, etc. Es decir, auténticos clásicos modernos, al margen de que varias de sus obras puedan también considerarse dentro del género fantástico. Con la excepción, absolutamente episódica, de alguna novela o relato de Edogawa Rampo, el tantas veces denominado Edgar Allan Poe nipón, verdadero rey de la novela popular japonesa durante la primera mitad del siglo XX, apenas nada había a nuestro alcance de entre la muy amplia tradición de literatura de género (o géneros) del país del sol naciente. Y digo amplia, porque, creo yo, todos quienes somos aficionados a estos géneros y subgéneros, tan maltratados a menudo por la crítica –terror, fantástico, policiaco, ciencia ficción…- hemos sospechado siempre que un país con una cinematografía y un universo tan inabarcable como el del manga, no podía sino tener también una importante y nutrida representación de escritores dedicados a estos mismos temas y estilos, desde la aparición de la propia letra impresa.
No nos engañábamos. Tampoco es difícil comprobarlo, consultando las fichas técnicas de tantas y tantas películas japonesas de género, al observar cuántos de sus guiones están basados en novelas o relatos originales, e incluso el hecho de que muchos de los propios guionistas eran o son, a su vez, escritores profesionales. Otro tanto ocurre a menudo con el manga, muchos de cuyos personajes y series de ciencia ficción, suspense, horror o misterio, poseen también origen o versión literarios. Pero hasta ahí, con pocas excepciones, podíamos llegar. Y es que si, de hecho, la tan cacareada «moda japonesa» editorial no cubre sino un porcentaje muy limitado de la historia de la literatura nipona, y solo en los últimos años se ha empezado a publicar en España a escritores fundamentales como Osamu Dazai, Natsume Soseki, Ogai Mori, Izumi Kyoka, Akiyuki Nosaka o Shotaro Yasuoka, entre otros, ¿cómo no iba a estar todavía más postergada y escondida su literatura de género y popular?
Aunque resulte paradójico, todavía hoy existen extraños prejuicios contra la literatura fantástica y de entretenimiento… Digo paradójico y extraño, porque, como bien sabemos, esta literatura es la más vendida, día tras día: novela negra nórdica, códigos Da Vinci y derivados, el «nuevo erotismo», las fantasías tolkianas, los vástagos de Stephen King y el viejo Rey mismo, etcétera, etcétera. Pese a lo cual, la realidad es que para poder leer estos libros con tranquilidad, primero ha tenido lugar un sofisticado proceso de reificación económica, comercial y cultural, que los ha convertido en obras de «lectura obligada». Bien por un prestigio crítico justo o impostado, bien por una campaña publicitaria de tal peso, que transforma su lectura en necesidad social y psicológica ineludible. Es decir, deben transformarse en literatura «prestigiada» y «prestigiosa», ya directamente –por la crítica oficial-, ya indirectamente –porque se ofrecen como obras divulgativas y «cultas»-. Así, la novela negra escandinava –y la novela negra en general- es «buena literatura», porque se ocupa de problemas sociales pertinentes y relevantes en la actualidad (especialmente para los suecos, claro), a los que –fundamental- da respuesta acomodándose a la moral social imperante y su corrección política. Y aunque El Código Da Vinci sea «basura», condenada por la misma crítica literaria que santifica la novela negra –más bien gris últimamente-, ésta conquista a su vez sus propias masas lectoras por medio de la coartada de «culturizarle», familiarizándole con personajes como Da Vinci y con todo tipo de teorías supuestamente históricas o científicas. En ambos casos, el prejuicio que habitualmente ha saboteado la literatura popular y de género (no siempre la misma, pero sí a menudo), sigue funcionando. Es decir: que se trata, fundamentalmente, de un entretenimiento escapista y espurio, destinado a satisfacer ignominiosamente emociones primarias, sensaciones vergonzantes y bajos instintos, en lugar de a elevar y educar a sus destinatarios, convirtiéndoles en ciudadanos de bien.
Esta vergüenza ajena –que pocos sienten ya al ver una película de acción, pero sí al leer una novela del Oeste o de terror que no sea sancionada por medio de alguno de los sistemas citados más arriba: la crítica o la coartada culterana-, forma parte, sin duda, del hecho de que hasta ahora pocos editores se hayan atrevido a publicar en nuestro país, al calor de la relativa pero evidente «moda japonesa», aquellos autores y obras nipones pertenecientes al ámbito de la literatura popular, o de las diversas vertientes genéricas asociadas a ésta. Mucho menos, reconociéndolo claramente. Por ejemplo, si se edita un clásico de la detection novel japonesa como Seishi Yokomizo, se le etiqueta con cierta ambigüedad, se le coloca en estanterías de «novela negra» –de la que no puede estar más alejado estilísticamente- y se le publicita como best-seller (vender mucho es otro factor que, verdadero o falso, posibilita también la lectura de la literatura de género: vender mucho está por encima del bien y del mal). Todo, menos reconocer que se trata de un seguidor japonés de Edgar Wallace o John Dickson Carr, con muchos más elementos de la novela gótica y del Grand Guignol que de aquello que se entiende como «novela negra» (si es que hoy se entiende algo ya coherente a este respecto), y aprovechando así tal vez para abrir la veta bien nutrida de escritores de este género japoneses –o de auténticos cultivadores de la novela negra y el hard boiled, que haberlos haylos, y muchos-. Si se editan novelas de Kobo Abe como La Mujer de la Arena, El Rostro Ajeno o Idéntico al Ser Humano, mucho mejor citar siempre a Kafka, Camus o Ionesco que, por ejemplo, a Lovecraft, Los Ojos sin Rostro de Franju, Frederic Brown o Ballard. Que algunas editoriales se mantengan vivas después de más de veinticinco años publicando abiertamente literatura fantástica, gótica y de terror con la etiqueta justa –le mot juste-, como, por ejemplo Valdemar, se me antoja una auténtica anomalía en nuestro país. Argumento, casi, para una novela fantástica o, al menos, de realismo mágico.
Por eso no puedo sino saludar con entusiasmo la aparición de una nueva colección de literatura japonesa, de manos de la editorial asturiana Satori, que bajo el epígrafe de «Ficción», se ofrece, sin tapujos y en palabras de los propios editores, como «una colección temática dedicada a la literatura fantástica, de terror, misterio y aventuras». Y que se abre con dos títulos tan significativos como identificativos: En el Bosque, Bajo los Cerezos en Flor, de Sakaguchi Ango, y Cuentos de Cabecera, de Osamu Dazai. Significativos e identificativos, porque aunque sus autores son ambos escritores consagrados como auténticos clásicos modernos de la literatura japonesa, también ambos fueron miembros de la generación de la «decadencia», el grupo «Buraiha», nacido en la inmediata posguerra, tras la derrota del Japón en la Segunda Guerra Mundial. Un movimiento literario e intelectual, radical e iconoclasta, que, a la vez que miraba hacia el existencialismo francés y las vanguardias occidentales, reivindicaba también géneros populares como la novela de detectives, el erotismo, el fantástico y el horror. Vamos: la pulp fiction.
Como me atrevo a afirmar, sin pudor ni temblor alguno, en el epílogo con que he tenido el honor y el placer de contribuir al primer título de esta nueva colección de Satori, «En el Bosque, Bajo los Cerezos en Flor, puede y debe considerarse, sin duda alguna, una obra maestra del fantástico más grotesco, inquietante y poético». Un relato, casi una nouvelle, que se codea en igualdad de condiciones con lo mejor de Lovecraft, Dunsany, Jean Ray, Machen, Villiers de L’Isle Adam o Thomas Ligotti… Por no citar, citándolo, al sempiterno e inevitable Poe. Una obra de horror cósmico e íntimo, de amor loco y crueldad sadiana –próxima al mundo grotesco y fascinante del eroguro-, de monstruosidades humanas y misterio sobrenatural, llevada al cine en 1975 por Shinoda Mashashiro, en un pequeño clásico del fantaterror nipón, que preludia, como ciertos filmes de Masamura, el universo de Miike y otros cineastas japoneses actuales del género. Y adaptada también, naturalmente, al anime, como no podía ser de otra manera. Es verdaderamente terrorífico que, hasta hoy, aquellos que amamos lo fantástico y siniestro, la belleza que está al final del túnel y el escalofrío placentero de cruzar al otro lado de la nada, no tuviéramos conocimiento de –o posibilidad de conocer realmente- esta obra maestra, que de inmediato se ha hecho sitio de honor en mi invisible biblioteca mental, junto a El Hundimiento de la Casa Usher, Los Sauces, La Metamorfosis, La Vuelta de Tuerca o Malpertuis, entre otras joyas de la literatura de horror de todos los tiempos. Decir tan solo que el volumen de Satori, con una deliciosa y absolutamente apropiada portada de Takato Yamamoto, reminiscente de Aubrey Beardsley, incluye otros dos relatos de Ango, La Princesa Yonaga y Mimio y El Gran Consejero Murasaki, casi igual de alucinados y fascinantes que aquél que da título al libro. Sin duda alguna, una obra INDISPENSABLE para cualquier aficionado al fantástico más oscuro, que no se olvida fácilmente tras dar por terminada su lectura.
El segundo volumen de la colección, para mostrar claramente, si hiciera falta, la casi infinita variedad de matices, tonos y estilos que podemos encontrar amparándose bajo el paraguas del «género», se trata, como ya dijimos, de Cuentos de Cabecera, del colega y coetáneo de Ango, Osamu Dazai. Son estos cuentos, versiones iconoclastas e irreverentes de varios de los relatos más populares del acervo tradicional nipón, escogidos entre aquellos que clasificó y divulgó meritoriamente el profesor y filólogo Sazanami Iwaya hacia 1894, como explica Daniel Aguilar –traductor y glosador del libro-, a quien podríamos considerar algo así como el Grimm japonés. Entre ellos se encuentran varios bien conocidos del lector curioso de las tradiciones niponas, como La Historia de Urashima, El Lobanillo Desaparecido o El Gorrión de la Lengua Cortada, a los que el implacable Dazai da siempre giro inesperado, en torno a su tortuosa visión, sardónica y feroz, de la existencia, cuestionando al tiempo –como hace también en cierto modo Ango– las virtudes tradicionales y milenarias del pueblo japonés. Para que el lector español no pierda matiz alguno del carácter singular de la reelaboración literaria llevada a cabo por Dazai, el libro incluye también, en su parte final, las versiones «ortodoxas» de los cuentos, fielmente adaptados por Aguilar, subrayando así la peculiar visión del autor. Quizá sea ilustrativo para el lector recordar aquí que Dazai se suicidó en 1948, junto a su amante, mientras Ango falleció, prematuramente, en 1955, tras una vida de abuso del alcohol y las drogas. Ambos hicieron honor a su espíritu e ideales «decadentes». Desafiando el concepto tradicional del honor nipón, llevaron, paradójicamente, sus principios personales hasta las últimas consecuencias… De forma característicamente honorable y nipona.
Pese a sus concomitancias biográficas e intelectuales, los relatos de Ango y Dazai elegidos para iniciar esta colección, no pueden ser más diferentes, perteneciendo los del primero al lado más oscuro de la fantasía, al universo del erotismo cruel, el fatalismo, lo grotesco y el puro horror, tanto físico como psicológico, del eroguro, y los del segundo al mundo mágico, fantástico y humorístico de los cuentos feéricos tradicionales, si bien reinterpretados con ironía y personalidad modernas. Un buen comienzo, que muestra ya la desprejuiciada intención de Satori por dar a conocer, sin fronteras ni falsificaciones, esa literatura de género, de ficción fantástica y entretenimiento, cultivada también y en su propia singularidad por tantos y tantos autores japoneses que nos son poco, nada o mal conocidos. Un mundo de «mujeres fatales, gángsters, detectives, asesinos, mundos perdidos, científicos locos, sociedades distópicas, criaturas del más alla…», según los editores, que pronto seguirán mostrándonos en títulos tan apetecibles como los que ya se anuncian próximamente: Las Aventuras de Budori Gusko de Kenyi Miyazawa, el genio de la moderna literatura fantástica japonesa para niños de todas las edades, de quien Satori editó anteriormente la deliciosa El Tren Nocturno de la Vía Láctea, influencia seminal insoslayable en maestros del anime como Tezuka o Miyazaki; y El Discípulo del Diablo, la más famosa novela del singular Shiro Hamao, contemporáneo de Rampo Edogawa, pionero de la novela negra japonesa… y de la lucha por los derechos homosexuales.
Esperemos que la nueva colección de Satori, con su decidida, honesta y directa apuesta por la literatura japonesa de género, sea tan bien recibida como se merece por los aficionados, rompiendo, al menos en parte, con ese monolitismo mercadotécnico que ha convertido la literatura popular y de género en mera marca comercial, amparada por coartadas seudoculturales y políticamente correctas, que poco o nada tienen que ver con el verdadero disfrute de sus muchas virtudes. Y si no, nos hacemos el seppuku, maldita sea.
Nota: He escrito aquí los nombres de los autores nipones citados a veces a la manera tradicional japonesa –apellido y nombre- y a veces a la manera occidental –nombre y apellido-, dependiendo de cómo hayan sido o estén siendo editados habitualmente en nuestro país, para facilitar así la búsqueda de referencias al lector, independientemente de cualquier otra consideración.
Por nuestro colaborador Jesús Palacios