Cuando se acaban las fiestas navideñas, después de que los focos cinematográficos dejan a un lado las historias animadas de princesas rebeldes o jóvenes perdedores aspirantes a estrellas del mundo de la canción, un director centroeuropeo, Michael Dudok de Wit, junto a uno de los pilares de la animación japonesa, el Studio Ghibli, nos proponen una fábula que habla sobre el círculo de la vida. Un cuento protagonizado por un personaje universal: el náufrago. ¿El resultado? Una de las películas más bellas jamás filmadas.
Poco podría imaginar el niño Michael Dudok de Wit que el resultado de los primeros bocetos dibujados cuando era un crío, le iban a llevar, tiempo más tarde, a una isla paradisíaca de las Seychelles. El viaje comenzaría el momento en el que su cortometraje más famoso hasta la fecha, Father and Daughter, recibía el Oscar al Mejor Corto animado en 2001. Isao Takahata, uno de los dos estandartes del Studio Ghibli junto a Hayao Miyazaki, quedó deslumbrado con la sencilla historia de un padre y una hija que se despiden tras una jornada ciclista. La niña regresará al final de cada jornada al lugar de la separación y construirá su vida alrededor de ese recuerdo. Un cortometraje que en siete minutos es capaz de recorrer una vida, y que hizo que el estudio japonés se planteara la posibilidad de producir una película de un director europeo por primera vez.
El director holandés tenía claro desde el principio que quería contar la historia de un náufrago. No buscaba un relato de superación o de supervivencia, mil veces contado a lo largo de la historia del cine, sino hablarnos de la relación de un hombre aislado con la isla que encuentra: un lugar extraño y no exento de peligros. Dos detalles llaman rápidamente la atención. Por un lado, nada sabemos del pasado del hombre (en una primera y magistral secuencia lo vemos engullido por las olas del mar que lo absorben hasta dejarlo a las puertas de una isla), y por otra parte, asistimos a la lucha insistente de este hombre por regresar a «su mundo» (el náufrago no ceja en su empeño de escapar de la isla, una y otra vez). A pesar de ello… todos los intentos del náufrago serán en vano. Algo le hará regresar al punto de partida. Por muchas veces que construya una embarcación, ésta será destruida nada más se haga a la mar.
La tortuga roja es una cinta humanista, que mira hacia el medio ambiente. Mediante sus imágenes nos vemos reflejados en ese náufrago que anhela regresar a un mundo material y olvida a la naturaleza que le envuelve. Esa Naturaleza invisible que nos toca cada día y con la que vivimos en equilibrio. El ciclo vital se repite: los pájaros se comen a los insectos. Los insectos se comen a los pájaros muertos. Levantamos nuestras casas, que serán derribadas por la fuerza del viento. Los unos dependemos de los otros. Una mirada, la de Dudok de Wit que no difiere de la mostrada por Miyazaki en La princesa Mononoke, y en la que, además, de la misma manera que el Studio Ghibli, se integra el elemento fantástico de una forma sorprendente. La aparición de la tortuga roja, que cambiará el devenir de la cinta, puntúa sin duda uno de los momentos más trágicos y más bellos de la película. Porque, ¿qué es la muerte sino una parte más de nuestra propia existencia? La muerte como puerta de entrada a la vida.
Sorprende que una película no necesite de diálogos para desarrollar el guion. Un guión en el que el director contó con la colaboración de Pascale Ferran en su desarrollo, y que sin duda se convirtió en el principal escollo de la película. Dudok de Wit reconoce que al principio fue muy ambicioso: «Cometí el clásico error: mi guion era demasiado detallado. La película sería demasiado larga«. Gracias a la ayuda de Pascale Ferran, y a varios años de esfuerzo, el resultado, de una hora y veinte minutos de duración, consigue pincelar una historia llena de matices, capas, pero sencilla y clara. Una historia que tan sólo necesita de ser acompañada por la excelente banda sonora compuesta por Laurent Perez del Mar (con temas como Love in the Sky o Flying the Turtles que sitúan al espectador frente a la inmensidad de una isla), y los sonidos incidentales (el sonido del viento, de la lluvia, de los pájaros, o el grito ahogado del náufrago frente al mundo que tiene ante sí).
La tortuga roja es el resultado de un viaje que emprendieron tanto Michael Dudok de Wit, como el Studio Ghibli en coproducción con Wild Buch. Un viaje que nos demuestra la grandeza de la animación para contarnos una historia tan compleja como es la de la propia vida. Todos, una vez encendidas las luces y acabada la proyección, desearemos encontrar nuestra propia tortuga roja.
Sin duda, para pasar el resto de nuestra vida a su lado.