Vivimos en una época en la que la inmediatez, los cambios de hábitos de los espectadores, el día a día, suponen un obstáculo que ha arrinconado a las salas de cine. Las películas han dejado de llamarse así, ahora las conocemos como contenidos. Han dejado de estar rodadas en 35mm. Su paso por las salas de cine es efímero. Y se albergan en bits de información dentro de la red.
Pero dicho esto, si alguien ha estado en India, seguro que habrá descubierto el ritual que supone para un espectador de allí ir un día al cine. Sobre todo, si te alejas de Mumbai, hasta perderte en alguno de sus pueblos, como Adtala, la pequeña localidad del Gujarat donde nació el director indio Pan Nalin. No es sólo la película que se va a ver, sino la música que se escuchará, la gente que se encontrará por el camino, los bailes en la propia sala… En fin, el cine en India es sinónimo de una fiesta.
Un viaje autobiográfico del director
El realizador indio Pan Nalin, conocido en Occidente gracias al documental Ayurveda, a su película Samsara, o a Siete diosas, uno de sus últimos grandes éxitos, convertida en la primera película india en ganar un premio en el Festival de cine de Roma, regresa este año con un film que nos habla de la magia del cine. De cómo los sueños son capaces de tomar forma y convertirse en realidad.
El protagonista de La última película, el pequeño Samay, no es sino el reflejo que el propio realizador nos brinda de sí mismo. El niño de 9 años, que vive en el seno de una humilde familia en un pueblo remoto de la región del Gujarat, se dedica a servir té a los pasajeros que paran en la estación. Su padre, estricto, sólo deja que vaya al cine en una ocasión, al tratarse de una cinta religiosa. Pero ese momento será suficiente. La vida de Samay está a punto de cambiar.
Muchos directores han recurrido en algún momento de su carrera a materializar en imágenes su propia biografía. De Cuarón a Kenneth Branagh, pasando por Ann Hui, el director taiwanés Hou Hsiao-Hsien o el mismísimo Akira Kurosawa. Pan Nalin nos ofrece un cuento del momento en el que se dio cuenta de que su elemento eran las imágenes. Y el medio para contarnos historias, la cámara de cine. Por eso, a lo largo de la película irá dejando el rastro de los directores que le llevaron a amar el séptimo arte. Homenajes que el espectador irá descubriendo a medida que ve la película y que es mejor no avanzar para que la magia sea total.
La experiencia de estar en una sala de cine
Cuando el espectador asiste a una de las primeras sesiones en el cine Galaxy (en la que el Samay conocerá a su proyeccionista) es fácil que se transforme en el niño que lleva dentro, reviviendo quizá la primera vez que fue al cine. Para Samay, la luz de la cámara, las imágenes en movimiento se convertirán en sus compañeras de su viaje iniciático, ya que, desde ese día, el niño deseará convertirse en director de cine.
El cine en India es incapaz de vivir fuera de una sala de cine. Si el tiempo ha hecho que se perdieran o se olvidaran las bobinas de 35 mm, Pan Nalin consigue con La última película que el espectador vuelva a sentir la necesidad de compartir el cine con el resto del público. Disfrutar de un idioma que nos es extraño (la película está rodada en idioma gujarati), pero que está cargado de unas imágenes tan universales que son capaces de unirnos.
Si alguien me preguntara hoy por el poder del cine, inmediatamente pensaría en La última película. Por su sencillez, por la emoción que transmite. Por la huella que nos deja. Por su reivindicación de las salas de cine como un lugar de encuentro. Por su amor incondicional a la magia de un arte que hace más de cine años llegó a una barraca de feria en forma de un tren entrando en una estación.
El cine.
Por Enrique Garcelán