Gran expectación la que concitó en el Yurakucho Asahi Hall, sede principal del Tokyo Filmex International Film Festival, la proyección de Office (Hua li shang ban zu), el último trabajo en la realización de Johnnie To. Con la sala –que no es precisamente pequeña– abarrotada, Sylvia Chang comentó algunos aspectos de la producción y respondió a las preguntas de los asistentes, que acabábamos de presenciar los entresijos y relaciones personales en las cúpulas de poder de los grandes conglomerados industriales y financieros convertidos en rotundo espectáculo musical.
La puesta en escena de Office recrea en estudio una indefinida gran urbe, cuyos espacios se conforman en una estructura diáfana de vidrio, metal y luces de neón. Sólo los ascensores, que adquieren un uso alegórico en la narración, se configuran como espacios reservados a la privacidad, al ser los únicos cubículos que impiden ver a través. Este despliegue establece una estética de líneas –verticales, diagonales, horizontales, rectas, curvas,… –, en las que los personajes se nos aparecen como animales enjaulados en un particular parque zoológico. Sus vidas, sus éxitos y miserias, expuestos a la mirada del espectador, claro, pero también al escrutinio receloso, insano las más veces, de sus pares.
Estas estructuras de líneas contribuyen, además, a reforzar la vertiginosa sugerencia de actividad frenética que establece una cámara inquieta, que apenas registra tomas estáticas más que, por supuesto, en los ascensores. El más leve desplazamiento o reencuadre ve multiplicado su dinamismo por la sucesión de líneas que aparecen y desaparecen de la pantalla, multiplicando la impresión de velocidad. Una sensación de urgencia continua que no queda precisamente matizada por la presencia constante de relojes. Relojes discretamente colocados en las muñecas de los personajes, en sus mesas de trabajo o en sus espacios (no tan) privados. Relojes también de presencia aplastante, de tamaños desorbitados hasta monopolizar la escena, con sus mecanismos a la vista para permitir apreciar su movimiento perpetuo, incesante, apremiante. Desmesurados relojes que amenazan rotando sobre sí mismos, que obligan a establecer una coreografía de cuerpos a su alrededor, que impiden el más mínimo sosiego y constituyen un recordatorio continuo de que el tiempo no solo pasa, sino que se agota.
Una muestra de la maestría de Johnnie To, que a partir de elementos mínimos establece un portentoso despliegue y configura imágenes de gran rotundidad visual. Imágenes que, además, no son un mero vehículo hueco para su lucimiento, sino que se ponen brillantemente al servicio de la narración.
En su aparición final, Sylvia Chang desgranó su papel como escritora del guion; su elección de To como persona ideal para convertir su idea en imágenes; su colaboración para levantar el proyecto, para establecer un concepto estético, decidir el reparto –extraordinaria ella en su interpretación del personaje que, a la postre, genera todo el sentido del relato, como esplendidos también Wang Ziyi en el papel protagonista y una destacada Wei Tang, alcanzando todos los matices de la desesperación sin el recurso fácil de la sobreactuación– y elegir un equipo de coreografía; su papel como productora, con astuto dominio de los resortes industriales y políticos de los tres ámbitos cinematográficos de cultura sínica que le permitieron llevarse a Hong Kong recursos materiales y humanos de Taiwan y de los territorios continentales.
Con un discurso que evidencia su dominio del cine y sus resortes, Chang vino a recordarnos que, a menudo, el concepto de autoría concentrado en un solo nombre de referencia nos lleva a perder de vista que esto del cine no es un trabajo individual. A diferencia de otras artes, sin la conjunción de un talento colectivo no es posible concebir una obra fílmica de relevancia.
No cabe duda de que son muchos los talentos que se han conjugado en esta producción, los que han trabajado al unísono para hacer de Office una obra de las que permanecen en la retina del espectador.
Una crítica de José Montaño