Si a la amplia tradición cinematográfica de un país como Japón le sumas la gran dimensión cinéfila de una ciudad de tamaño monstruoso como Tokio, el resultado es que multitud de festivales tengan cabida anualmente. Puede que eclipsado por el gran festival de la ciudad, el TIFF, de carácter generalista y único festival de clase A en el país, y tal vez a la sombra de su hermano mayor, un PIA Film Festival de más larga tradición, Tokyo FILMEX ha alcanzado en su edición de 2013 su decimocuarta edición con no poca capacidad de atraer a su propia y fiel audiencia.
Tokyo FILMEX apuesta por una orientación internacional para marcar personalidad propia frente a un PIA Film Festival ocupado en la industria doméstica, si bien ambos certámenes comparten el objetivo de visibilizar autores emergentes. Pese a su vocación de apostar por nuevas tendencias, el certamen no olvida que un edificio, por más vanguardista que se pretenda, se aguanta por los cimientos. Así, programa habitualmente retrospectivas como las que este año ha dedicado al francés Jean Grémillon o a Nakamura Noboru.
Escribía Antonio Weinrichter que el panteón de grandes nombres del cine japonés, compuesto ya por “maestros en número inusitado”, no deja de aumentar con nuevas adiciones. La apuesta del festival por conmemorar el centenario de Nakamura proyectando diez de sus cintas, implicando en el empeño a diversas instituciones públicas para financiar el subtitulado al inglés de varias de ellas, bien pudiera ser el empujoncito para que esas películas empiecen a rodar en el circuito cinéfilo internacional. En The Shape of Night (Yoru no henrin, 1964), asistimos al viaje de su joven protagonista al lado más oscuro de la sociedad, arrastrada por un amor mal escogido, desde la ingenua cotidianidad de una adolescente normal a la más sórdida actividad nocturna. No tardaría el crítico medio en apuntar a Mizoguchi al comentar esta pieza, pero es poco más que el acervo temático el que evoca al viejo maestro. Tanto el enfoque como el concepto estético desplegado por el film, revelan un programa propio y gran voluntad de encontrar formas de expresión novedosas. Con un sensacional tratamiento del color, favorecido por una copia recién restaurada, Nakamura experimenta con la capacidad expresiva de luces y reflejos para describir, en clave casi abstracta, los decadentes ambientes nocturnos. Un ejercicio fotográfico que haría sonrojar a más de un descubridor postmoderno de fórmulas estéticas no tan novedosas como creyera. Tan colosal me pareció esta propuesta que, aun no habiendo podido asistir a ninguna otra proyección del ciclo, aventuro la incorporación de Nakamura a ese aún precario canon que describía Weinrichter.
Ya en la sección competitiva, Tokyo Bitch, I Love You actuaba sin proponérselo como eco contemporáneo del título anterior. Aun sin alcanzar el nivel de excelencia logrado cuarenta años antes por Nakamura, el joven, aunque no debutante, Yoshida Kôki demuestra buen criterio en la realización y acierta a generar algún momento memorable. En algún punto juega de forma inteligente con las expectativas de la audiencia, mostrando las intenciones de ciertos personajes, proyecciones tal vez mentales de lo que desearían hacer, sin solución de continuidad con sus acciones en la realidad, consigue desnudarlos psicológicamente y generar inquietud ante un desenlace no tan imprevisible. Tal vez se pudiera exigir algo más a esta propuesta, pero la mención del jurado no se puede calificar de inmerecida.
Con Horses of Fukushima (Matsuri no Uma), Matsubayashi Yoju revisita la zona devastada que ya documentara dos años antes en 311. A partir de material e ideas desarrolladas tras aquella incursión inicial, el director continuó visitando los establos de Minami Soma para seguir la difícil recuperación física y emocional de los caballos, victimas menos visibles de un desastre difundido al mundo entero, pero de cuyo relato no forman parte. Interesante contenido para una algo rutinaria propuesta, las más relevantes reflexiones vinieron en la post-proyección. Comentó el realizador su sorpresa en un reciente pase en Europa, cuando un espectador le comentó, fascinado, la profundidad y misterio ancestral de la cultura nipona encarnada en esa fijación por el falo de un caballo en concreto, cuyas claves de interpretación creía en una insondable tradición sintoísta. A Matsubayashi no se le había ocurrido más que grabar el sufrimiento del animal por la infección, consecuencia de semanas de abandono forzado, que mantenía su miembro inflamado permanentemente en lenta recuperación. Creía el director que subrayar este problema veterinario, alusión directa a la capacidad reproductiva, implicaba una reflexión que entendía de comprensión universal, en clave de futuro sobre el problema nuclear. El público occidental y nuestra indoblegable voluntad de leer en clave exótica todo lo que no generamos nosotros.
Se despidió el cineasta con una necesaria reivindicación contra el estamento dirigente, recordando, como días después haría un nutrido grupo de lo más granado del cine nipón, que es intolerable cualquier prohibición de explicar y mostrar la realidad. Como creo que documentales como este son necesarios para una sociedad informada y con criterio, como no es sólo el gobierno japonés el que planea amordazar a quien comunica, extiendo a estas líneas el aplauso unánime de la platea.
Por José Montaño desde Japón